Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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La gente sabía y divulgaba que Guatemala era una nación segura bajo el alero de la dictadura: no había asaltos y robos en las calles y las casas. Por otra parte, el país no estaba públicamente endeudado.

Ubico -tan conservador y que veía al país como la economía de su propio hogar- estaba convencido de que los préstamos internacionales (para agilizar la economía) eran completamente inadecuados, desafortunados.

El pueblo en silencio -y amordazado por el tirano- no pensaba siempre lo mismo que el autócrata, pero soportaba las intolerancias del dictador. La masa sabía que estaba sumida en un sonriente y dulcificado campo de concentración cuyas alambradas electrizadas hubo que cortar primero con la emigración espontánea del déspota y luego con el cruento derrocamiento de Ponce Vaides quien se creyó que la  gente sólo estaba fastidiada con la presencia absolutista del tirano pero no con él.

De modo que la Revolución de 1944 se concibió para acabar con los dos cacicones: Ubico-Ponce (descendientes directos de Pedro de Alvarado y de ese sentimiento excluyente que he llamado más de alguna vez “aycinenismo”) apoyado en la emblemática familia Aycinena, icónica económicamente por ser la única en ostentar un marquesado colonial concedido cuando ya Carlos III experimentaba la próxima pérdida de sus colonias y se veía venir las independencias con una fuerza poderosísima e irrefrenable.

La revolución se concibió para derrocar a ambos personajes (uno a uno) pero el grupo selecto de guatemaltecos que pensaba con densas reflexiones (del cual estaban excluidos por razones obvias de índole económica los indígenas campesinos y los mestizos pobres) incorporó no obstante a obreros y estudiantado universitario y de este grupo revolucionario (enriquecido con algunos militares jóvenes) emergió airosa la Revolución del 44 que procreó ¡de inmediato!, un ala conservadora que se convertiría en la derechona de aquel momento; y otra ala de izquierda que incluía posiciones acaso comunistas: democráticas, socialistas-sindicales (y aun algunas muy sobrias, contenidas y tímidas) como la del propio presidente Arévalo Bermejo que bautizó sus principios, creencias e ideología como “socialismo espiritual”, algo así como el humanismo de las facultades humanísticas con fuertes pincelazos cristianos.

Esta división (la de las dos alas de la Revolución) fue consolidándose y tomando forma. Los conservadores de derecha estaban representados por Francisco Javier Arana y los de izquierda principalmente por el coronel Jacobo Árbenz Guzmán. Uno de los dos tendría que suceder al Dr. Juan José Arévalo en la Presidencia. Incluso con el fin de evitar confrontaciones y diatribas –que sólo se congelaron por un tiempo- se celebró el célebre y popularmente llamado “pacto del barranco”, mediante el cual Arévalo y los dos coroneles Árbenz y Arana (los dos triunviros en tanto se celebraban las elecciones de Arévalo) aceptaron solemnemente que en primer lugar (y mediante elecciones libres y democráticas) accedería a la presidencia el coronel Francisco Javier Arana y una vez terminado el período de Arana lo sucedería Árbenz, por ser diez años mayor el primero que el segundo.

Sin embargo, la izquierda nunca quedó conforme con el “pacto del barranco” porque pensaba que el gobierno de Arana no respetaría los cambios, leyes y normas democráticas que se habían logrado y que volvería  a erigir las viejas estructuras socioeconómicas coloniales y con ello echaría por tierra los escasos cambios sustanciales que habría logrado Arévalo durante su mandato -como el Código del Trabajo- e impediría el Plan de Reforma Agraria que Arévalo no se atrevió a poner en marcha y que era el sueño de la mayoría de arbencistas, lo cual no quiere decir que estos fueran comunistas pues se trataba de una modesta reforma agraria burgués capitalista que, eso sí, llegó a perturbar los intereses de la United Fruit Company (y los de los Dulles, leamos “Fruta Amarga”) y que a la larga desencadenó la caída de Árbenz y la invasión de Carlos Castillo Armas (con el apoyo de la CIA, Eisenhower y los Dulles). En el fondo, Castillo Armas no fue sino el fantasma resucitado de Francisco Javier Arna.

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