Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

¿Qué es el amor? Determinarlo y precisarlo es algo -si no imposible- bastante difícil de hacerlo por estar tan liado de emociones. Los poetas han llenado miles y miles de cuartillas y los filósofos –acaso- no menos. Intentado –unos- describirlo y, otros, esforzándose en definirlo.

Qué es, de dónde viene, es un dios o un santo. Psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas (cada uno alzando el bisturí desde su trinchera) han hecho lo propio con resultados grises y no dorados y verdes como quería Goethe de la vida y del amor.
Los filósofos se han detenido y anclado largamente en sus aguas para reflexionar sobre Eros (para hacer una teoría del amor como en “El Banquete”) y por eso acaso sea Platón quien más dilatada y polisémicamente ha contribuido a esa roja labor ¡tanto!, que hay una proposición que así lo expresa: “amor platónico” (el que es ideal) para referirse a un espacio que cubren sus alas bermejas pero puritanas. Pero en “El Banquete” hay amor de todos los colores.

Los novelistas de todos los siglos -pero en especial los del XIX- no han laborado –menos- al sobrevalorar y aterrizar -a veces en picada- sobre los campos del amor y recordando, acaso, el verso de Góngora que más tarde citó Verlaine: “A batallas de amor campos de plumas”, refiriéndose a los colchones cuando eran colmados con ese tibio y acogedor material que la naturaleza otorga pródiga.

Aunque Góngora era cura, tenía por muy seguro que la cama es el lugar donde se libran las batallas del amor pero –lo que llamamos “hacer el amor” ¿es amor? ¿O es simplemente un galicismo acuñado a partir de las películas francesas que pululaban antaño en cines de barrio donde se escondía apenada su identidad?

Edith Warthon, autora de la novela “La edad de la inocencia”, que ha inspirado la película del mismo nombre, empleó muchos días y noches de su vida tanto en “hacer el amor” como en averiguar qué es el amor. Y una de las mejores investigaciones que se hayan hecho sobre esta pasión humana (que compartimos bastante con los animales, ahí está la complicación del “campo de plumas”) no me cabe duda que está constituida por buena parte de las novelas y cuentos de esta genial narradora –que hoy se lee poco- y que alcanza una maestría total con “La edad de la inocencia”.

Warthon fue una mujer “terrible” para su tiempo (por el talento descarnado, pero suave y atenuado y plagado de perfumes, conque analizo lo erótico). Más audaz y más directa a veces que muchas de las feministas de hoy. Nacida en el seno de una de las sociedades más austeras y elegantes pero rígidas de la historia (el Nueva York de la alta sociedad de la segunda mitad del siglo XIX) a la que desafía y dentro de la que asume una profesión que no sólo era impropia para las damas, sino ¡peor aún!, la ejerce para exhibir la hipocresía de estas urbes riquísimas de Estados Unidos (la Nueva Inglaterra) que quieren imitar ciertas libertades europeas (iniciáticas) pero con el tono puritano de quien acaba de apearse del Mayflawer: Una alucinante contradicción.

Edith Warthon –nacida Jones- contrajo matrimonio con Teddy Warthon –los dos millonarios- pero se divorcia de él en 1913 y radica en París desde 1914. Son los años dorados de Proust (que escribe en sus novelas –copiosamente- sobre el amor que no puede decir su nombre: el cual no se concebía como amor) y de Henry James –de quien estilísticamente va a la zaga- pero también se halla a la sombra F. Scott Fitzgerald que, con su novela “El gran Gatsby”, nos habla de amores imposibles que se convierten en tragedia automovilística.

Warthon escribe -en su novela más notable- de otra suerte de amores imposibles. Ella le había sido infiel muchas veces a su esposo y esto lo deja entrever mejor en otra de sus novelas: “Ethan Frome” –similar a “La edad de la inocencia entorno a su temática-: ¿Tiene o no la mujer derecho –dentro del matrimonio- a serle infiel al marido cuando en esa relación ha muerto el amor? ¿Pero qué es el amor? ¿Qué es lo muerto? ¿Lo carnal, lo espiritual o lo amistoso?

Desde luego, la Warthon no es aún Sylvia Plath. Está más cerca de Virginia Woolf sin los interminables monólogos interiores. Está más a un paso de la autora de “Mrs. Dalloway”, cuyas versiones cinematográficas han colmado las salas del mundo pero no las de Guatemala.

Edith intercambia los papeles -en sus novelas- y, en vez de ser triángulos de dos hombres y una mujer (como era los que ella vivía) los convierte de un hombre con dos mujeres, como se puede apreciar en “La edad de la inocencia”. Pero lo importante es que aparece el caso y tema del amor dividido. En realidad la autora se identifica con Newland Archer (el abogado partido entre dos mujeres): La esposa abnegada y la condesa Ellen Oleska. Y no como ocurre a la escritora en la realidad.

El amor ocupa incontables páginas de objetos líricos, pero tal vez más aún de objetos dramáticos y narrativos. La literatura –como la filosofía- no saben qué es el amor, pero se ocupan –febricitantemente- en intentar cómo descubrir sus sedes y sus hontanares. Y mejor aún: su ser y su esencia. Acaso tarea absurda, caótica, demencial.

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