Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

El odio entre los hombres frecuentemente es más profundo e inconmensurable que el amor. La belleza y el genio –unidos resplandecientemente en una persona- despiertan ¡siempre!, la insidia más cruel y la amarilla envidia de los mediocres y, de cuando también, en los de inteligencia y hermosura. Esto lo supo con el dolor más acerbo y con la paciencia más asombrosa, Leonardo da Vinci.

Fue hijo bastardo de un notario del pueblecito de Vinci y de una humilde sirvienta, nacida en las goteras de la misma población, ubicada en las estribaciones del monte Albano, una de las regiones más espléndidas de la Toscana donde alguna vez me desplacé acompañado de mis hijos. Hay otras teorías sobre su origen.

El varón más reluciente, más completo, acabado y vigoroso de la Florencia renacentista había de nacer (por designios del destino que gusta burlarse de los mundanales prejuicios) bastardo –que siempre ha significado subestima y menosprecio- y fruto del vientre de Caterina, para dolor de quienes lo envidiaron y de él mismo. Muy pocos hombres en el mundo y en la historia han tenido que sufrir las humillaciones y la soledad de Leonardo que -por sus merecimientos- debió haber sido querido, servido y reconocido como lo fue a veces en su madurez. Pero la vida reserva a los mejores –como si quisiera someterlos en el sufrimiento- a las pruebas, pasos y estaciones más torturantes de la Vía Dolorosa.

Muchos escollos encontró en el trayecto de su áspera andadura desde principios de su vida. Leonardo fue arrebatado a Caterina a los seis años y fue a vivir a casa de sus abuelos en Vinci. Así se produce la primera gran privación en la vida del pintor, el más espantoso despojo que se puede hacer a un ser humano: arrancarlo de la ternura de su madre, una campesina, una criada, tal vez una esclava, sí, pero que le dio los más dulces y tiernos besos y a la que pintó (sin que supiéramos que la estaba pintando) en sus mejores cuadros: “La Virgen, el Niño Jesús y Santa Ana”, “La Virgen de las rocas” y hasta en “Mona Lisa”, divino cuadro que lo acompañó hasta el último de sus días –cerca de Francisco I, en Amboise- allá en las orillas del Loira en el caserón de Clos Lucé. ¡Sí!, era a Caterina a quien pintaba porque son los rostros inspirados por ella los más maternales y plenos de dulzura que se hayan dibujado nunca y porque ese Niño Jesús que acompaña a las celestes mujeres de Leonardo es él mismo al lado de su madre o de su abuela –o en medio de las dos- como en una suerte de flashback o de analepsis pictórica, mediante la que vuelve al único momento de su vida en que se sintió de verdad amado, protegido, acompañado. Por ello –cuando quiere exorcizar a la soledad, al aislamiento y al ensimismamiento- acude a la magia de su pintura y se embarca en ella para volver a sentir las caricias de la abuela (Santa Ana) y de Caterina (la Virgen, la monna o donna Lisa) en cuyos senos y arcangélica sonrisa bebió Leonardo los pocos cuencos de miel que le ofreció la vida.

Peregrino incansable por las grandes ciudades de Italia y de Francia, su resplandeciente talento se prodigó y se derramó sin límites, pero sin los honores correspondientes, sin la paga y el oro que debió haber cobrado generosamente. Su sino no era la facilidad, era la dificultad. Y así, aquel genio que igual diseñaba una eficiente máquina de guerra que una especie de helicóptero, que pintaba un mural para la eternidad: “La última cena” en Santa María delle Grazie (Milán) iba casi rogando y pidiendo de corte en corte, de tirano en tirano. De Ludovico el Moro a César Borgia, de Francisco I al Papa León X. Y siempre y al final todas las puertas se le cerraban y la pobreza y el infortunio se ensañaban en aquel que había venido al mundo para ser il uomo universale ¡Y lo era!, pero que, acaso con su excesivo talento y belleza (medio varonil, medio femenino: andrógino, ambiguo pero viril) levantaba odios y rencores. Le pasó (sólo que con las debidas distancias) lo mismo que a Macchiavelli, compañero de caminos y de cortes.

Su nombre era como su esencia. Era un león y era un nardo. Acaso más flor que felino, más fino que acre. Más oro que roca. Y por ello pudo la sociedad y el mundo (masivamente imbéciles como siempre) herirlo más que estimularlo.

Tenía fama de brujo y de incrédulo porque era zurdo y porque disecaba cadáveres. Pero en los momentos más abrumados, consumidos y agostados de su vida pronunciaba siempre ¡hágase tu voluntad! Yo no creo que en la voluntad de lo providencial sino de la Vida, como queriendo ser el profeta de Schopenhauer. La Vida como fuerza ciega y cósmica que hiere sin querer y mata sin voluntad, sólo porque todos hemos nacido para el dolor y para la muerte.

Al exhalar el último de sus respiros lo acompañaban un par de criados fieles y uno de sus alumnos o aprendices. Más solo que nunca, más marginado y olvidado que nunca cerca sólo de la magnificencia de Francisco I, rey de Francia, sin presentir toda la grandeza de su gloria e inmortalidad.

Y con el cuadro de Mona Lisa (¿ambiguo o andrógino?) que nunca quiso vender y que colocaba cerca de su lecho, Pero también una figura femenina y maternal, dulce y sosegada como su madre en la incipiente sonrisa. Y en el seno de ella descansó para siempre. Los hombres fueron para Leonardo más enemigos que amigos, más leones que nardos.

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