Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Pudo ver todas las tempestades, todas las falsedades y todos los pantanos a los que pertenece el hombre. Entonces decidió que quería apartarse de ellos y apartado llegó a la conclusión de que la soledad no es hostigadora y que la muerte –como decía Platón que decía Sócrates- si era un no sentir, maravillosa ganancia debía ser. Sabía que la vida era trágica, pero asumía con gran naturalidad esa tragedia sin dislocaciones, aspavientos o crispaciones. Escribiendo. Amando ardientemente a una mujer, recibiendo santamente el sol, aceptando lo quemante de su carne y lo elevado de su ascesis. Un santo eremita –con fogosidades de fauno- que se refugia para entender todas estas contradicciones, en el Tao de Lao Tse, en el budismo y en Confucio.

Si recorremos las arterias comunicantes de sus tres grandes obras: “Demian”, “El lobo estepario” y “Juego de abalorios” podremos observar la andadura de tres personajes que son uno solo. Cuando es adolescente, cuando empieza el otoño de su vida y todavía están presentes los fuegos del verano; y cuando es anciano y comprende el gran misterio de maya, la ilusión.

Schopenhauer y Hesse son los pensadores occidentales más tendentes acaso a buscar el oráculo de las grandes respuestas en la boca profunda del Oriente, en China y en la India especialmente. Dos santos, dos filósofos, dos poetas que sienten las trepidaciones de la voluptuosidad (su imperio y sus órdenes ardientes) nadan y se sumergen en ellas porque son existencia y emergen iluminados, pero indudablemente con heridas y cicatrices inmarcesibles. Sin embargo, Hesse casi no menciona a Schopenhauer. Menciona constantemente a Nietzsche y Richard Wagner.

La obra de Hesse es completamente musical como Wagner y absolutamente armónica (en lo profundo de sus ritmos y sus búsquedas) como Pitágoras. “El juego de abalorios” es el juego que realizan los iniciados como práctica y camino a la ascesis, una especie de vía mística y religiosa en que no existe Dios. Un camino en el que hay que ser bueno porque hay que serlo. La vereda dolorosa de los yoghis que desprecian a maya, la ilusión, la visión engañosa de la vida, del deseo, del sexo que deliciosamente obnubila, del poder, la fama y la fortuna. Que la desprecian para encontrar la verdad y el misterio de la vida en un sencillo cuenco de agua clara.

Pocos hombres han revelado tanto de su vida, de las más íntimas raicillas de su sensualidad y de sus terrores como Herman Hesse. Pocos, también, con su valor para caminar los nueve círculos del Infierno y pocos, asimismo, para darse cuenta de la vanidad de los hombres y rehuir la gloria, el mundanal ruido y los honores, aunque fue Premio Nobel. Entre el “Juego de Abalorios” y “El lobo estepario”, dos conceptos opuestos de la vida se desdoblan, pero emanados de la misma fuente Castalia. En “El lobo estepario” busca a la soledad como un amante, porque sólo del ensimismamiento autónomo puede derivarse la sabiduría. En “Juego de abalorios” el empeño es el mismo, pero en el seno de una comunidad, de una orden que occidentaliza las comunidades silentes y alejadas de los monjes budistas. En ella –los novicios y los ordenados- mediante el juego de abalorios se liberan de maya, de la ilusión, de la vanidad, del afán de riquezas y poder para acceder a la república, a la utopía, a la ciudad (no de Dios sino sin Dios) que es Castalia. En rigor Hesse construye en “Juego de abalorios” un espacio platónico por el estilo de “La República”, pero con cimientos orientales. Y bajo la creencia de que, por esperpéntica y tremendista que la vida sea, se puede dejar de sufrir al aceptar. Porque como dice Lao Tse: “No padezcas por tu casa estrecha/ no padezcas por tu vida pobre/ no permitas la pena y no la sufrirás”.

Aquí descansa toda la clave del misterio: una educación de la mente en la que el sabio oculta bajo pobres vestidos, preciosas piedras en su pecho. Y que le basta saber que las tiene, para sentirse mejor que los reyes y lo oligarcas. A esa verdad se llega mediante la educación que da el “Juego de abalorios” y de la meditación.

El mundo está desquiciado y los hombres hundidos en la angustia porque no hacen contacto con ellos mismos. Llenos de temores porque no saben que –conocer el propio mal- es liberarse del mal. El sabio no tiene mal. Porque lo reconoce, no lo padece.

Según Hesse, la máscara que cubre la horrible calavera humana no permite nunca el reconocimiento del mal. Nos enseñaron a ser perfectos y perfectos pretendemos ser. Para sostener esa mentira, esa blancura, ese aroma de santidad, el precio que el hombre paga es altísimo, y para sostener la tensión de la máscara y la mentira, termina hundiéndose en la locura, las drogas, el alcohol, el dinero, el poder y la opulencia.

Herman Hesse es Demian, es el lobo estepario, es el magister ludi del “Juego de abalorios”. Pero siempre el mismo: un anacoreta, un solitario con tres esposas y varias mujeres (y tal vez bisexual) un santo sensual que huye de la humanidad pero que no la desprecia. Busca atravesar los hilos del maya –y acaso de la caverna platónica- para encontrarse con la serenidad y la muerte. La civilización es el pequeño infierno colectivo que Satanás inventó, como un gran ensayo para acceder al gran final del infierno.

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