Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

Cuando a lo lejos –hace años- lo vi agonizante, me pareció que en vez de morir había agarrado el viejo camino del Guarda por la Avenida Central -para tomar hacia el puente de las Vacas- en una andadora mula de las que con su padre usaron cuando hacían diversas labores entre los Achiotes –de Jalapa- y la capital. Que había tomado el antiguo camino del Guarda para acompañar de nuevo a la madre en su tiendecita de aldea o al padre, unas veces militar en las plazas tibias de los pueblos orientales y otras, campesino y ganadero como casi todos los Marroquines de su estirpe y de los viejos tiempos de un remichero el que, cambiando de clave, bien podría haber discurrido por los andenes de Aracataca. Porque en “Memorias de Jalapa o Recuerdos de un Remichero” se pueden revivir y entrever los mágicos tejidos de “Cien Años de Soledad”.

Siempre he dicho que las memorias de Clemente Marroquín Rojas –ya sea presentadas en las páginas de su antiguo diario La Hora o en formato de libro en las “Memorias de Jalapa o Recuerdos de un Remichero”, inmerecidamente a mí dedicado de manera impresa- podrían ir firmados por García Márquez dada la capacidad -de ambos- en dar vida a los pequeños pueblos que los vieron nacer, convirtiéndolos en encantados y maravillosos lugares, enriquecidos por la fascinación con que lo hacen sus narradores, quienes los reviven y los recobran entre la niebla del surrealismo mágico.

La condición sustantiva de Clemente brotaba de la tierra misma –de Jalapa- con el Jumay apagado. Crecía de las pozas y los ríos frescos que rodeaban la cálida Estanzuela donde enterró el ombligo. Fue campesino, arriero, agricultor, vaquero. Había dejado la piel de las manos que se encallecieron en el cabo de las cumas, los machetes y el azadón. Hablaba de minerales porque con sus patachos los había extraído de las entrañas de la tierra. De cultivos, porque se los había arrancado a ella, del terráqueo vientre frutecido con su dolor y sudor. De vacadas, terneros y potros porque los había ayudado a parir, a vivir y los había podido domar. Con el hambre a cuestas había sobrevivido en tiempos de guerra pues, en aquellos años, las mujeres heroicas hicieron tortillas de guineos majunches, de yuca y de unas raíces de la montaña que llamaban cascos de burro.

Acaso en todo esto se encuentra la clave para descifrar el estilo periodístico de Marroquín Rojas, buscado y apetecido por cientos de guatemaltecos que todas las tardes esperaban –entre suspense y ansiosos- los escritos ácidos o crispados -pero orientadores como ninguno- del director de La Hora. Un estilo claro como el verano de Achiotes/Jumay, profundo como el Motagua, irónico como Huité, valiente como los militares decimonónicos, hiriente como los navajazos de los jalapas. Entre cimarrón y “No Nos Tientes”, hecho a imagen y semejanza de los 200 pechos que tumbaron al tirano, al Señor Presidente.

Tuvo su prosa la seducción, la fascinación y el atractivo de lo que cautiva porque es humano, porque es pueblo, porque se dice a rajatablas. Como Sancho pero cuando se aquijota: cuando el aldeano imita a su señor y su divina habla. El embrujo estaba en la frescura, en el desenfado, en el filo finísimo de lo polémico. A veces en exceso. A veces casi injurioso, a veces desorbitado. Pero en todo caso desde su verdad –como todos- desde su apasionada verdad de campesino que desafía no pocas veces al señorito satisfecho que nunca se ha fajado en los eriales de Las Cuchillas, en las faldas del Jumay.

Escribía con el sombrero puesto, como si todavía no se hubiera bajado de la andadora mula que corcoveaba en el Guarda porque no le gustaba la capital. Como decir, con las botas puestas. Y es que así murió. Renegando, denostando, acribillando contra el sistema -y en él.

Un escritor volteriano -que tomaba el chocolate con curas y militares- mientras suspiraba por el Sare y Xalapán, donde la Concha Cárcamo y la Elisa Bonilla le enseñaron a escribir.

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