Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Comentaba en la entrega anterior cómo un asteroide destruyó el mundo de los dinosaurios, pero “creó” el mundo para los humanos. También hice ver cómo una catástrofe ambiental, la desertificación del centro norte de África dio paso a las primeras civilizaciones en el Nilo. Me referí después al colapso que significó en Europa la toma de Constantinopla por los turcos pero que había despertado el interés por encontrar nuevos caminos. Los portugueses fueron los más atrevidos y consolidaron las nuevas rutas marinas que aseguraban el suministro de las muy valiosas especias, pimienta, nuez moscada, clavo, vainilla, canela, etc. muy necesarias para condimentar las viandas y postres (carnes secas y embutidos, reserva para los largos inviernos). Entre esos aventureros cabe señalar a uno que no era peninsular. De hecho no hay certeza de cuál era su origen. Me refiero a don Cristóbal Colón quien imaginó un mejor trayecto para llegar a “Las Indias”, no por el este sino por el oeste.

Hablando de don Cristóbal, presentó a los Reyes Católicos un proyecto basado en cálculos que eran incorrectos. Se equivocó a lo grande el futuro almirante, pero esa equivocación fue afortunada. Si hubiera consignado los datos correctos, que conocemos hoy, es muy probable que los citados reyes (ni nadie) le hubieran financiado la loca aventura. Lo hubieran visto como un emprendimiento poco práctico. Eran demasiado largas las distancias que no se podían cubrir con las naves movidas por el viento. En otras palabras las tres carabelas salieron del puerto de Palos guiados por un “feliz error” de Colón.

Hablando de cálculos, en 1916 Einstein quería probar su teoría del Universo. La prueba real se iba a hacer en 1916, aprovechando un eclipse de sol visible en Turquía, pero ese país estaba envuelto en la Gran Guerra y no permitieron el ingreso de la expedición científica y les decomisaron el equipo de observación. ¡Qué decepción! Realmente fue una suerte porque en ese momento, los datos del genio estaban mal elaborados y el experimento práctico hubiera sido un gran fracaso y don Alberto se hubiera ganado la rechifla mundial. De regreso a su escritorio Einstein hizo ajustes a sus ecuaciones y, felizmente, en otro eclipse de Sol, en Brasil, quedó confirmada su extraordinaria teoría. Gracias a los turcos. 

En una de sus tantas incursiones a las costas españolas, el pirata Drake saqueó el puerto de Cádiz y de botín se llevó, aunque sea, grandes barricas de licor, que llevó a Inglaterra. A los ingleses les encantó esa bebida nueva, que no podían pronunciar como “Jerez” y por eso la llamaron “Sherry”. Desde entonces se popularizó a nivel mundial para regocijo de los productores andaluces. 

Por eso no debemos decepcionarnos cuando algo “sale mal”. Es posible que otra cosa se esconda detrás de ese supuesto disgusto. Los ejemplos son cotidianos y generales. Allá por 1856 el joven químico inglés, William Perkins se quebraba la cabeza procurando sintetizar la quinina, muy necesaria para combatir la terrible malaria; de fracaso en fracaso estaba a punto de abandonar la empresa cuando vio que sus dedos estaban coloreados de un morado. Cambió el rumbo de sus investigaciones y sintetizó el pigmento artificial del muy apreciado color púrpura, el púrpura imperial, que solo se podía obtener de unas conchas marinas de las playas del Mediterráneo oriental. Con ese descubrimiento se hizo millonario y la fórmula artificial de la quinina se logró hasta 1944. Otro químico farmacéutico, allá en Atlanta lamentaba el fracaso de un remedio que vendía como tónico del cerebro y cura de afecciones nerviosas: dolores de cabeza, neuralgia, histeria, hasta melancolía. La gente lo empezó a consumir, no como medicina sino como bebida refrescante que se llamó Coca Cola. Cuando se implementó la iluminación eléctrica, por los años 1890, Rockefeller pensó que amenazaba su imperio comercial. Se le restaba el principal mercado para los derivados de su petróleo (el keroseno se impuso por muchos años al uso de velas). Pero surgió otro cliente más exigente e insaciable: el motor de combustión. La Standard Oil ya no iba a depender del keroseno, iba a producir gasolina, hasta el día de hoy, con millonarias ganancias. En unos laboratorios se estaban desarrollando nuevos productos para el corazón; en uno de ellos se había invertido millones pero no funcionó. Eventualmente unos voluntarios sintieron unos efectos extraños. De esa forma, puramente casual, los laboratorios recuperaron su inversión y garantizaron ingresos por muchos años por venir: lanzaron al mercado la pastilla, que conocerían algunos de mis lectores con el nombre comercial de Viagra. Otros ejemplos los encontramos en cualquier actividad. Había un portero que se entrenaba para el Real Madrid. Ni más ni menos. Pero tuvo un accidente automovilístico que le afectó la columna y no podía seguir con el deporte. ¡Qué mala suerte! En su convalecencia aprendió a tocar guitarra. Y era buen compositor así como intérprete. Se convirtió en toda una marca: Julio Iglesias. 

Como reza la sabiduría popular: “no hay mal que por bien no venga.” No hay que ser pesimistas ni perder el ánimo.

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