Juan Jacobo Muñoz Lemus

juanjacoboml@gmail.com

"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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La paradoja de la temporada es que todo el tema de la Cuaresma y la Semana Santa con la que remata, se desarrolla en la tierra.

Hablo de ese pequeño planeta instalado en el sistema solar que conocemos, que se nos olvidó que era un ser vivo y que hoy agoniza gracias a un grupo de sus habitantes.  En este caso, hablo de los humanos; grupo que actualmente anda queriendo arañar los ocho mil millones de personas.

Resulta curioso y por no pocos momentos hasta inverosímil, que alguien hubiera querido hacerse hombre y que, investido como hijo de Dios, embistiera con singular ímpetu la tierra y a la humanidad que contiene.  Y que lo hiciera con temeridad proverbial, como si fuera un kamikaze dispuesto a jugarse la vida.  Al menos entre otras especies animales nunca se ha dado el caso.

Hay antecedentes en los recursos míticos de la humanidad.  El Titán Prometeo de la mitología griega, se declaró amigo de los mortales y robó el fuego de los dioses para que los hombres tuvieran conocimiento.  El asunto no pasó desapercibido para Zeus, que era el mandamás de aquel espacio, y castigó al atrevimiento de aquel intrépido, condenándolo y encadenándolo a una roca allá en las montañas del Cáucaso, en donde vorazmente un buitre le roía las entrañas durante todo el día, y de forma infinita.  Solo fue hasta que Heracles mató al pájaro y lo liberó, que se suspendió el martirio.  A pesar de esto, Prometeo tuvo que cargar por la eternidad con un anillo de hierro unido a un trozo de la roca donde Hefesto lo había encadenado por orden de Zeus.  Tal vez así se pusieron de moda los anillos.  Ahora están de moda las cruces y por motivos semejantes, aunque no necesariamente iguales.

A Prometeo lo martirizó Zeus, pero a Jesucristo lo martirizaron los mismos humanos que él quiso iluminar con el fuego divino y la luz del conocimiento espiritual.  Humanos que en ese tiempo no eran tantos.  Dicen que la población mundial de entonces apenas alcanzaba los trescientos millones, muchos de los cuales no se enteraron de la existencia del personaje.  Voy a tener en cuenta el dato poblacional para compararlo con los casi ocho mil millones que somos ahora.

En estos días me toca ir detrás de cortejos de pasión y hasta fúnebres, dedicados a aquel que representó el prototipo de un hombre ejemplar, original y modelo de virtud.  Un arquetipo de hombre asertivo, audaz, valiente, fiel, humilde y amoroso.  Especialmente amoroso; y tal vez por eso no hay ningún otro personaje que logre que todas las generaciones lo recuerden con vigencia.  Los otros famosos son guerreros, conquistadores, tiranos y hasta filósofos a veces, que la gente va olvidando en el tiempo y que no se les reconoce por la capacidad de dar amor.  Rescato esto porque el tema del amor hace su trabajo, y deja un recuerdo imborrable.  Lo saben hasta los enajenados.  Ya no hay megalómanos sintiéndose Napoleón porque ya nadie lo conoce, pero en todos los nosocomios mentales hay al menos un par de Jesucristos bien apostados.

Las virtudes amorosas no son muy bienvenidas en estos días, ni en ningún otro tiempo para ser más preciso.  La humanidad siempre va detrás de los que tienen el control, y babea por los poderosos en la vulgar pretensión de beneficios mezquinos.  En un escenario así, Jesucristo solo queda como un referente de lo que sería bueno.

No hacía falta matar a Cristo para saber eso.  Una de dos, o el fuego divino no alcanzó a llegar, o simplemente la humanidad no tiene remedio.

No quiero importunar a nadie, y mucho menos alargarme demasiado con palabras mías.  Comprendo que después de la pasión todos estarán felices de saber que habrá finalizado el Triduo Pascual y que con eso se celebra la resurrección de Jesucristo.

Sería interesante saber qué sentido tiene todo esto de volver a la vida, resucitar, nacer de nuevo; y en ese sentido entender como algo significativo, que a ese momento se le denomine La Pascua Florida.

Nacer de nuevo.  Resucitar, del latín resuscitare, despertar.  Coloquialmente significa restablecer, renovar, dar nuevo ser a algo.  ¡Cuánta belleza espiritual!

En Juan 3,1-8 Jesús le dijo a Nicodemo: Te aseguro que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios.  Encandilado el pobre fariseo, que eso era, le preguntó cómo podía nacer un hombre ya viejo como él, que si acaso podía entrar otra vez dentro de su madre para volver a nacer.  La respuesta amable de Jesús fue decirle que no había que ser tan concreto (él no dijo eso, eso lo digo yo), pero si le dijo que había que nacer en el espíritu.  Que lo que nace de padres humanos es humano; lo que nace del Espíritu es espíritu.  Tienes que nacer de nuevo le dijo.  El viento sopla donde quiere y, aunque oyes su sonido, no sabes de dónde viene ni a dónde va.  Así son todos los que nacen del Espíritu.  Eso le dijo.

Por su parte, el viejito Carl Jung, psiquiatra y psicólogo reconocido, se atrevió a sostener que vivir huyendo de sí mismo es una cosa amarga, y que vivir con uno mismo requiere una serie de virtudes cristianas que hay que aplicar precisamente a uno mismo.  Él hablaba de la paciencia, el amor, la fe, la esperanza y la humildad.  Decía que era bonito aplicar esas virtudes a la gente, pero que el demonio del autorreflejo podía hacer creer que haciendo eso, uno estaba bien, y hasta podría envanecerse.  En un caso así y según sus propias reflexiones, la sombra del orgullo podía fácilmente asaltar a quien se sentía así de virtuoso.  Pero, si dejamos por un momento el tema de la gente y la opinión que esta tiene de uno; ¿qué pasa si uno se vuelve el receptor de su propio donativo?, pregunta Jung.  Si uno tuviera que reconocer que es a sí mismo a quien le hacen falta su paciencia, su amor, su fe y hasta su humildad.  ¿Y si uno es el demonio de sí mismo, el adversario que siempre y en todas las cosas quiere lo opuesto? ¿Puede uno soportarse a sí mismo?  Saco de esto, que solo quien se atreve a ver su reflejo distorsionado, y a funcionar desde un anonimato que le impida ser protagónico puede tener mayor claridad, y que eso sería una manera de renacer.

En atención a esta línea de pensamiento, seguramente transitó también por esos caminos el buenazo de San Francisco de Asís, ya despojado de sus vestiduras y entregado a lo que entendía como su sentido de la vida.  Lo deja claro dentro del texto de lo que conocemos como su oración simple: “…olvidándonos de nosotros mismos es como nos encontramos, y muriendo es como nacemos a una nueva vida”.

El tema es de resurrección, y no importa si es el planteamiento histórico y empático del momento de Jesús con Nicodemo, o si se trata de una visión terapéutica como la de Jung, o bien si es promoviendo la conversión como lo plantea el de Asís.

Cada uno podrá hacer su propia connotación para agregarla al texto y llegar a su propia convicción de lo que signifique para sí, nacer de nuevo.

Y como no quiero sentirme portavoz de verdades absolutas, ni erigirme como portaestandarte de lo indiscutible, solo voy a decir que, según yo, la vida no debe ser solo entretenida, puesto que también puede ser introspectiva.

En mi recorrido de vida con ya varios años a cuestas, lo que he encontrado para mí, es que la vía para ir descubriendo la propia espiritualidad es el amor, y que amar es cuidar.  Por eso los niños no se equivocan, ellos quieren a quienes los cuidan.

Por amor entiendo únicamente una forma de convivir con los demás en cuatro ejes; dar sin avaricia, inspirar sin egoísmo, recibir sin soberbia y estar sin condiciones.

¡Feliz Pascua de Resurrección!

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