Juan Jacobo Muñoz Lemus

juanjacoboml@gmail.com

"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Escribí parte de esto hace más o menos once años; y voy a decir que me emociona ver las fechas para revisarme en el allá y el entonces, y verme en el aquí y el ahora.

Como ando siempre conmigo, trato de no ser una carga muy pesada para mí mismo. Se de sobra que cuando digo algo es solo mi opinión y no un hecho concreto, tomando en cuenta que siempre hay muchas cosas que desconozco.  Y también se, que mi perspectiva solo logra ciertos ángulos, nunca un espectro completo.  En consecuencia, trato de no caer en la tentación de creer que siempre tengo razón en lo que digo; no me gusta verme así de infantil.

Pienso también que el ánimo como condición humana, es un factor que marca el paso.  Es un estado que domina el escenario en un momento dado, con disposición a reaccionar con cierto tipo de emociones; porque como reza la Ley Campoamor hablando del imperio del subjetivismo; en este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira.

Si alguien me dijera que se está muriendo de hambre porque desayunó muy temprano y ya es mediodía; le diría que países enteros se van a morir de hambre antes que él.  Y aunque intentara ser lógica ante algo que no creo que sea verdad; mi respuesta tendría algo de emocional, tal vez de burla, censura o indignación.

Por supuesto que el tema de lo afectivo puede ser negado, pero hasta los más racionales escépticos del mundo emocional, los que creen que el ser humano es solo una máquina que reacciona o se descompone; hasta ellos, quieren a sus hijos en los mejores ambientes y ajenos a cualquier trauma.

Hablando de hijos, pienso en esa declaración referida siempre a que los niños son tiernos, y me queda la duda.  En mi interior pienso que los pequeños son más bien egoístas, caprichosos, manipuladores, tiránicos y oportunistas; en una palabra, narcisistas.  Pero no los critico, está bien que sean así, es la edad para serlo y es lo normal.  Así que, en mi opinión, los niños no son tiernos, pero si son enternecedores; es decir que conmueven a los adultos, y aquí mi conclusión; la ternura es adulta, y solo se alcanza cuando se pulen los núcleos narcisistas.

Al narcisismo lo imagino negro y amorfo, como una gran sombra. Muchas veces sórdido y perverso; casí una esencia espesa que es necesario diluir para salir del egocentrismo, y no enfermar de autoindulgencia y de una autoimportancia que pueda ser fuente de agresividad.

Una forma de notar momentos narcisistas es valorar los puntos ciegos con que funcionamos, como negación, bloqueos, proyecciones y disimulos. Menos por convicción y más por devoción, desechamos principios y atendemos cosas personales, y así, atacamos y defendemos a conveniencia.  La catatimia, por ejemplo, es un estado del ser humano en que, por contenidos inconscientes y muy cargados emocionalmente, se deforma la realidad y se da paso a prejuicios y pensamientos falaces.  De inmediato se me ocurre lanzar un consejo al respecto; no te dejés idolatrar, te van a exigir altos poderes y te van a pedir milagros.  Así es la catatimia.

El pensamiento no es una copia fiel de la realidad.  Pensar debería ser algo menos emocional, pero cuando nos confrontamos con la realidad, lo que vemos es un paquete de cosas que vienen juntas y que clasificamos y ordenamos de alguna manera que obviamente es personal.  Privilegiamos a unas cosas sobre otras y establecemos acríticamente una jerarquía particular.  Para hacer eso, se requiere de una especie de censura que rechaza ciertos contenidos que se mutilan en una suerte de edición; y a los muñones de lo que fue cortado se les retoca para que no se note.  Así se elabora el pensamiento, y así se cuenta una historia que no es histórica, sino solo un cuento fantástico que se vuelve verdad en la mente del que lo hizo, y que como falsa verdad se convierte en un dogma a seguir, de corte egocéntrico, preocupado por el sí mismo, con necesidades encubiertas y hasta oscuras.

En un escenario así, la egolatría se siente libre de enseñorearse sobre los demás porque se cree mejor.  Al que no le gusta que lo manden es porque le gusta mandar, y el crítico prefiere no ser criticado.  Por ejemplo, un hombre puede sentirse triste cuando descubre que todo su amor no es suficiente para convencer a una mujer, y su poder se siente lastimado.  Así de pequeño puede ser un hombre.

Las personas con autocontrol saben ponderar las cosas, y no les dan un valor exagerado.  La conciencia de que el bienestar, la felicidad y el placer son solo a veces y a ratos, puede servir para que cuando uno se mete en algo sepa; donde se mete, a que se mete, por qué se mete, para qué se mete, cómo se mete y con quien se mete.  Y aun así puede ocurrir que, aunque consiga lo que quiere, no sea como quiere.

Lo que no se sabe atender como adulto se encara como niño, ejemplos hay muchos.  Cuando la gente no sabe como llevar una relación, se mete a la cama a fingir que ama.  Igual es quien se siente triste y sale a comprarse cosas, quien come solo para hartarse o quienes se entregan al rezo o al trabajo desaforados.  Es como apelar a atajos para salir del paso o tapar el sol con un dedo.  Igual puede usarse la fórmula de comprometerse en grandes cosas que en el fondo no se quieren hacer, como casarse, tener hijos, aceptar trabajos o negocios para sentir alivio y siempre atendiendo necesidades de déficit y nunca creciendo.  Emociones, puras emociones para llenarse.

Más allá de las sensaciones también hay significados, pero la mayoría escoge vivir visceralmente; cargando con todo, yendo sobre el filo de la navaja y dejando estelas de tragedia y autodestrucción que viajan en la inercia de corrientes de flujo presuntuoso.   ¿Qué es la cabeza sin sentimientos, y qué son estos sin una cabeza que piense al unísono?

No sé si vivir emocionado sea un sentido de la vida, pero es obvio que se hace así, aunque se sepa que es irreflexivo. Hay que vigilar la edad de las emociones. ¿A qué edad una emoción y un comportamiento serían válidos y no criticables?  ¿A qué edad esa conducta no sería un capricho o un berrinche?  Propongo que esa sea la edad de una emoción.

Por ejemplo, ¿a qué edad se vale, sin que lo critiquemos, que una persona se encierre en su cuarto y no salga a comer? Estimo que alrededor de los catorce años. O, ¿a qué edad se vale sin que lo critiquemos, que una persona le diga a otra, -si te juntas con ese, ya no sos mi amigo?; a mí me alcanza para ocho años.  Y ¿a qué edad se vale decirle a alguien, -si me dejás me muero, no podría vivir sin tí?, diría que, sin exagerar, en los primeros tres años de vida.

A eso me refiero con la edad de las emociones; un tema de gestión entre sentir y pensar, donde prive la conciencia de que el cambio en la vida es esencial.

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