Juan Jacobo Muñoz Lemus

juanjacoboml@gmail.com

"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

post author

Juan Jacobo Muñoz

El marido la vilipendiaba y la señalaba de ser una prostituta; era su manera de denigrarla para que no se tuviera fe y no se atreviera a abandonarlo. Ella reaccionó al fin con desesperación y entonces lo llamó loco. Al cabo, ella creció y se defendió por derecho propio, entonces él lloró y se quejó con todos diciendo que ella era una bruja.

Un hombre descubrió con falsa sorpresa que su esposa lo engañaba. Su primera reacción fue la de castigarla severamente, cosa que ella concedió. Luego decidió perdonarla magnánimamente y ella lo dejó pasar. Finalmente, él le pidió que lo disculpara por haberla descuidado tanto y haber favorecido que ella se viera en la necesidad de echarse en brazos de alguien más. Ella lo perdonó.

Fue curioso lo que pasó. Después de la sorpresa y de mucho dolor, la esposa rabiosa mató a la amante de su marido, con la consecuencia de que una fue a parar al cementerio y la otra a la cárcel. El hombre de aquellas dos mujeres al verse solo, buscó una nueva mujer para él. Sutilezas del machismo.

Ella y él se fundieron en un momento eterno que fue fugaz. Cuando ella quedó embarazada lo buscó, él desapareció. Ella no quiso enfrentarse sola a su situación y procuró poner fin a su gestación. La capturaron y fue presa, y nadie preguntó quién era el amoroso y moroso padre que debía velar por el bienestar y la protección del niño.

Hasta la idiotez alcanzó a tener su lógica; lo que favoreció que se dramatizara con suficiencia al sufrimiento. Aunque había entrado sinceramente en la relación, muy pronto le rompieron el esquema. Decidió quedarse y asumió un pensamiento y una actitud para no separarse y que no pareciera una locura. En el sinsentido de todo esto, se vivieron consecuencias muy absurdas y dolorosas, con el agravante de que gente inocente tuvo que pagar el pato.

Tenía un problema de identidad y era todo un drama en su interior. Con una importante distorsión de sus capacidades afectivas, suponía que nadie le amaría y terminaba haciendo cosas capaces de sabotearle cualquier opción. No sabía si era determinismo, condicionamiento o una maldición. Daba igual, cualquiera era solo una forma de nombrar al prejuicio de no sentirse capaz de inspirar amor.

Ella era un poco su madre y él era un poco su hijo. Ninguno de los dos se daba cuenta de que su relación era incestuosa y que eso bloqueaba cualquier intimidad. Él salía a hacer travesuras y al regresar ella lo regañaba, lo castigaba y le decía que era la última vez que se lo dejaba pasar. Ella se marchitaba en casa y él buscaba florecer afuera, al mismo tiempo que decían amarse.

Por buscar con empeño fantasioso tener una pareja, se topó con una tríada de experiencias nefastas formada por el dolor, la depresión y la angustia. Lo incomprensible era que por sus pies volvía a llegar a donde pasaban esas cosas.

Era una comunidad que vivía mucho a expensas de la materialización del deseo, aunque muchos en el fondo no amaban lo que deseaban. Lo curioso era que nadie moría por quedarse con las ganas, pero muchos morían por querérselas quitar.

Nadie quería en aquel pueblo sentirse cualquier cosa, pero siempre estaban todos haciendo cualquier cosa que para no variar era la misma cosa, huir de algo, tal vez de su soledad. Maldita la cosa.

La membresía en el spa sonaba bien, lo mismo que una tarjeta con crédito ilimitado. Un cirujano plástico de cabecera era algo glamoroso y no necesitar trabajar para vivir sugería que se alcanzaba el éxito. No tener opinión, podía vivir con eso.

No puedo dejar de pensar que entre cualquiera de los tipos de identidad de género que se quieran señalar, el que más daño ha hecho hasta ahora por su naturalización y difusión es el machismo, con toda la hegemonía que promueve.

Aquella era una relación disfuncional de pareja. El plan A era separarse, pero se postergaba. El plan B era crecer individualmente, con riesgo de terminar separándose al no funcionar más la codependencia. El plan C era seguir igual en la ilusión de que todo fuera hasta que la muerte los separara, aunque hubiera que vivir deseándose la muerte.

Le dije que dejara de querer valer la pena, que no iba a convencer a nadie, que solo iba a conseguir que se aprovecharan de su disposición y que había más problemas que soluciones en una relación salvadora. Me dijo que era mucho lo que sentía. Le respondí que no valía la pena pelear ni entregarse por entero a un sentimiento y, que no buscara relaciones que aumentaran su autoestima llenando sentimientos de vacío y soledad. Me preguntó qué cosa acababa más con el amor, si la diferencia o la indiferencia. Le dije que me daba igual, que una traía pegada a la otra.

Artículo anteriorVamos haciendo trampa
Artículo siguienteTrabajadores municipales denuncian “labor cosmética”