Edmundo Enrique Vásquez Paz

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Edmundo Enrique Vásquez Paz

Por recomendación de un conocido –a quien tengo gran aprecio–, en Enero me dispuse a “escribir sobre nada”. (¡Escribe… sobre nada!, me había dicho; …o balbuceado. Así lo recuerdo).

Me pareció interesante y me quedé pensando. Reflexioné sobre la actividad de escribir –como un arte, como un oficio– así como sobre el desafío de escribir sobre nada. Y medité sobre cómo hacerlo…

Lo primero que hice fue asumirlo. Para ello, lo expresé en voz alta –como una manera de comprometerme ante todos y ya no poderme retractar–. Luego, resolví abordarlo de una manera especial… consistente en no escribir nada. Sobre nada.

Llegó el día de iniciar con el emprendimiento y me aperé con todo un cargamento de vituallas bien escogidas. Suficientes para subsistir de manera sana todo el tiempo que, estimaba, requeriría la elaboración de la obra. Así lo pensé.

Días después, me retiré a un sitio apacible. En el Altiplano occidental. En medio de la nada. Rodeado de pinos. Color a cielo durante el día. Frío durante la noche.

La fase inicial de mi proyecto –varias semanas– la destiné a discurrir.

Discurría sobre nada y me sentía satisfecho. Seguramente porque lo hacía a consciencia y con mucha disciplina: me levantaba al apenas salir el sol y meditaba sobre nada hasta el mediodía. Por las tardes, solía caminar. Solo. Sin reflexionar. Discurrir era una tarea a la cual solamente destinaba la mañana.

Una tarde –que bien recuerdo por el escándalo que hicieron mis perros ladrando a unos jinetes en jamelgo que por allí pasaban–, la destiné a preparar las hojas en las que plasmaría mi obra. Las escogí como las más perfectas de entre las dos resmas de papel que me acompañaban.

Habiendo terminado de discurrir, inicié con la siguiente fase –que también duró varias semanas–. Ésta la empleé en no escribir nada.  Tarea que ejecuté con empeño y con dedicación. No escribí nada –lo reitero– pero lo efectué con delicadeza y con esmero: puse atención a la sintaxis, a la puntuación, a la escogencia de los términos más precisos, a la ortografía y hasta ensayé algunas figuras literarias…

Al finalizar esa fase, me sentí pleno. Descargado… Con esa sensación de gozo interior que sólo brinda el esfuerzo satisfactoriamente culminado.

Orgulloso de haber concluido la tarea, me entretuve en contar las hojas. La obra estaba terminada y allí la veía de manera concreta. Solo restaba llevarla a edición.

Lo que se me dificultó –debo confesarlo– fue ponerle un título adecuado a la publicación. Un título digno. Justo. Uno que orientara a los potenciales lectores; un título que despertara el interés de aquellos personajes deambulantes en las librerías, entretenidos en escoger libros por sus colores, por sus olores, por sus tamaños, por la calidad de sus encuadernados, …sugestionados por el diseño de sus pastas, hechizados por sus nombres…

Pensando en la congruencia que debía tener el título de la obra con su contenido, opté por no ponerle ninguno… (ni siquiera mi propio nombre aparecía –algo que, quizá, hubiera sido propio, siendo yo el autor–). Dejé “el vacío”; en toda la portada. Con el objeto de significar “nada”.

Como fondo, escogí un verde esmeralda; pensando en que podría significar esperanza

Me cuentan que cuando Jorge Luis Borges tuvo mi obra en sus manos, la estudió con interés. Interés sumo. Y que dijo, con seguridad; con contundencia: ¡Que nadie ose traducirla! ¡Jamás! Es un tesoro que se debe conservar así. Conservarse en su expresión y lengua original. La lengua del silencio…

El hombre que acompañaba a este excelso argentino agregó –más tarde–: A Borges hay que saberlo entender…  piensa él que no hay necesidad de traducir esa obra pues ella es como una partitura: ¡¡¡escrita ya en el lenguaje universal… el que es para el entendimiento de todos, ché!!!

 

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