Adrian Zapata

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Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Por: Adrián Zapata

La Navidad es una noble fiesta. No importa si eres o no religioso, el contenido de esta festividad es de pertinencia y vigencia permanente. Los elementos que la caracterizan por obvios han terminado por invisibilizarla.

Recordemos que la llamada “Sagrada Familia” es pobre, perseguida por el poder dominante que pretende matar al niño para que nunca haya un liderazgo que transforme el sistema, ni libere al pueblo. Pero esos elementos que definen la naturaleza y la razón de ser de esta celebración ya no existen. El capitalismo mercantilista se comió la Navidad. Además, se inventó un horrible viejo barrigón que ríe como tarado y que es capaz de recorrer volando, todo el mundo, en el mismo instante, entregando regalos a los niños que “se portaron bien”.

El “niño” Dios que adorna los pesebres, es una imagen en peligro de extinción. Los nacimientos han sido sustituidos por árboles pintados con nieve y puestos en las salas de las casas, no importa si hay un poco de frío o si la gente suda a chorros abrumados por el calor tropical que caracteriza a nuestros territorios costeros, mientras que las casas se iluminan con diversidad de luces multicolores cuya factura ya se pagará después.

La gente en las calles se gasta el aguinaldo, unos en cualquier tipo de baratijas y, otros, en caros juguetes alienantes. El aguinaldo se esfuma con fugacidad y da paso a la “cuesta de enero”, que inicia al terminar la resaca de la noche del 31 de diciembre.

En los días previos a la Nochebuena se realizan las posadas o, como se les llama en otros lugres, la novena. Terminado el rezo, que los “fieles” asistentes repiten como obcecados sin percatarse de lo que están diciendo, se guarda la “fe” y se sirve el trago y la comilona que cínicamente nos recuerda la pobreza en la cual nacerá el niño Jesús unos pocos días después.

Ya en la Nochebuena, con la bella frase “Noche de paz, noche de amor” nos damos el abrazo fuerte, los hombres somatándose la espalda hasta casi pulverizarse los pulmones, justo a las doce, y con ternura no fingida, pero absolutamente ocasional y efímera todos y todas nos deseamos ¡Feliz Navidad!

En la suculenta cena los tamales, negros o colorados, son sustituidos por la costumbre gringa de ofrecer pavo y nadie recuerda que este es el mismo chompipe de nuestro Kackiq.

Pidiendo de antemano disculpas por mi irreverencia ante una práctica social, que consideró que se merece esta crítica, también es necesario reconocer que esto es principalmente un fenómeno urbano. En las áreas rurales, en cada rancho hay un niño dios, viviendo en la miseria, desnutridos la mayoría, sin otro futuro que heredar su pobreza generación tras generación.

Allí no habrá Santa Claus, ni pavo; allí, en lugar del sonido de la pólvora que groseramente invade las ciudades y asusta a los perritos y a los gatitos que viven como quisieran vivir los niños pobres, se escuchará el ruido de tripas propio de quien se ha acostado sin comer y para quien difícilmente habrá una “Nochebuena” que celebrar.

Pero, pese a todo lo que he dicho y con la mayor incoherencia que nos caracteriza a quienes, en palabras atribuidas al señor Diablo, “predicamos, pero no nos convertimos”, yo me siento feliz en la Nochebuena. Y por eso, intentando recuperar lo que podría ser la esencia del cristianismo que no se basa en una relación con Dios de orden ritual (basta con seguir los ritos y ya), ni mercantilista (te adoro para que me protejas y me des), recuerdo que Dios es, en esencia, amor. Amparándome en esta humanización de la divinidad, me permito desearles a los poquitos lectores que pueda tener, una FELIZ NAVIDAD.

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