Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Estaba en mitad del tráfico de la tarde cuando recordé una frase que alguna vez escribió Hermann Broch: “la vida no se vive a sí misma”. La recordé mientras en el arriate central que divide los carriles de la calle en la que me encontraba esperando a que el semáforo diera luz verde, una jovencita a la que en ese mismo lugar, desde la distancia y con el paso de los años, fui viendo convertirse en adolescente y luego en una joven madre. Ofrecía dulces y frituras a los conductores de los vehículos que por allí pasaban a esa hora (supongo que para ganarse la vida, como solemos decir). Parecía observarlo todo ya cansada, como resignada, como aceptando, sin entender ese misterio que quizá para ella supone la propia vida. No recuerdo en qué momento empecé a verla allí, casi al final del día, desde hace años, cuando regreso a casa después de cumplida la jornada, mientras todos corren y se apresuran porque se hace tarde y el hogar espera. Para ella la jornada tal vez deba extenderse aún una o dos horas más, quién sabe. Era muy pequeña cuando empecé a verla desde la distancia, desde la lejanía que quizá suponga un mundo distinto porque se ve a través de un cristal, y como dijo alguna vez el poeta: “todo depende del color del cristal con que se vea” (lo parafraseo). Ella daba esos saltos que a cualquiera le alteran los nervios pensando en la inminencia de las cosas que pueden ocurrirle a una pequeña, sola, en mitad del tráfico citadino, llevando encima los productos que a lo mejor no logre vender y deberá guardar para el día siguiente. Ahora, la historia parece repetirse: además de los productos que vende, también lleva a su hija, que, de cuando en vez, da unos pasos y brinquitos de conejo inquieto que parecieran replicar un ciclo, una historia más que conocida. Aquella niña se convirtió un día en adolescente, en una jovencita delgada y morena de jeans ajustados y coloridas camisetas que pronto se convirtió en madre de una pequeña que hoy le acompaña en sus aventuras a través de eso que muchos llaman la selva de asfalto… De pronto, atrás, algunas bocinas de los vehículos han empezado a sonar, mientras otros retoman la marcha, presurosos, quizá ansiosos por llegar a casa. Yo, haciendo lo propio, antes de alejarme, me percato de que el vientre de aquella “niña-adolescente-mujer” luce nuevamente crecido… Nuevamente, pensé en lo que alguna vez escribió Broch: “la vida no se vive a sí misma”.

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