Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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En los días que corren es común escuchar que se utiliza con bastante frecuencia el concepto legitimidad, sobre todo para justificar formas de actuación que se suponen sustentadas (de acuerdo con el marco jurídico del Estado) en un mandato para el ejercicio del poder público. A nivel teórico y en el ámbito de las ciencias sociales, ciertamente, el concepto remite a una suerte de sustentación o respaldo que debe tener el quehacer gubernamental, el cual se basa, no solo en el cumplimiento de procedimientos legales, sino también en expectativas ciudadanas. Sin embargo, en algunos casos dicho concepto es utilizado por funcionarios públicos de todo nivel para justificar una extensa gama de acciones y actitudes que, las más de las veces, no responden a su real propósito, por el contrario, evidencian una de dos realidades (o ambas quizá, quién sabe): a) desconocimiento de un término del que debieran estar debidamente instruidos -y en consecuencia utilizarlo con propiedad-; b) descaro manifiesto con el que se escudan en la existencia de dicho concepto como mecanismo para salvaguardar intereses particulares en función de evadir la responsabilidad que tienen ante el electorado y ante la sociedad en su conjunto. En tal sentido, prudente resulta explicar (aunque fuere someramente) dichos extremos, en muy pocas palabras: la legitimidad es un concepto que indica (por ejemplo) que un funcionario, servidor público, dignatario, mandatario, etc., que se ha sometido a un proceso de elección, cualquiera que este sea, siguió los pasos y procesos y cumplió con los requisitos establecidos en la Ley para optar a un cargo, y que, por lo tanto, dicho cargo le fue concedido en forma “legítima” de conformidad con la normativa aplicable. A ese tipo de legitimidad se le denomina ‘legitimidad procedimental’ (o de procedimiento). También existe la ‘legitimidad por resultados’, aquella que da el cumplimiento de las expectativas ciudadanas y el correcto desempeño de la función pública, tal como cabría esperar de todo individuo que decide someterse a un proceso de elección popular o de selección para un nombramiento con la finalidad de servir al conjunto social del cual forma parte. Desde esa perspectiva, es en esta segunda en donde un considerable número de funcionarios, dignatarios o servidores que ejercen la función pública dan al traste, sin contar con que en la primera también pueden ocurrir irregularidades que bien darían para extensos abordajes separados. Como se aprecia, la legitimidad conlleva mucho más que simplemente hablar del término como escudo ante la ignorancia o lo falaz; conlleva responsabilidad, cumplimiento y transparencia, y bueno es tenerlo presente de cara al futuro.

 

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