Fidel Us

He subido hasta la terraza más alta del edificio para poder fumar tranquilamente, sin miedo a que alguno de los profesores me vaya a sorprender. Esta vez no le he dicho a Emanuel que me acompañe porque lo vi muy contento hablando con Lucía. Parece que después de tanto insistir ella le está dando alguna oportunidad a mi amigo. Espero que le sonría el destino.

Y estoy en cavilaciones de todo tipo, saboreando este primer cigarro después de dos semanas de abstinencia, cuando escucho los ruidos de los pasos ligeros de don Nico. No me preocupo, ni intento esconder el cigarro; todos sabemos que él no es un ponededos. Se pone furioso que alguien siquiera lo insinúe.

Pero hoy no es el mismo don Nico que conozco. Esta apagado y en su rostro moreno no  encuentro esa perenne risilla pícara. Hará unos veinte días que lo llamaron para darle la terrible noticia. A su hijo mayor lo habían matado a media mañana. Dos de los muchachos de la clica que opera en todo el sector de debajo del puente El Incienso, lo habían perseguido por los callejones del vecindario hasta acribillarlo por la espalda. Muchachos que don Nico conoce desde que eran chiquillos.

Me pide un cigarro y le paso la cajetilla roja que tiembla por un segundo en su mano. Ánimo don Nico, me arriesgo a decirle. Él solo hace un ademán como de querer alejar una mosca de su cara, que es en realidad un deseo por alejar ese recuerdo que le perfora el alma.

No hay pena mijo, me dice, poco a poco voy ganándole a la tristeza, hay que hacerle huevos. Eso mismo le decía al Sebastián cuando no le iban bien las cosas y eso mismo tengo que hacer yo ahora. Pero duele vos patojo, duele mucho llegar a la casa y ver que sus cosas reclaman a su dueño, que su taller está en silencio. Su falta me aprieta el estómago y me paraliza un poco el corazón cuando por las noches cierro el portón de la casa.

Las culebritas de humo azuladas de nuestro cigarros se entrecruzan subiendo, como hablando entre ellas, tal como nosotros hacemos en esta terraza gris, mientras vemos como se arremolinan ruidosamente alrededor de las puertas de los pequeños buses escolares, los nenes de preprimaria.

Sabés que es lo que más deseo, me pregunta, saber que era lo que quería decirme. Es que fijate que ese día me llamó temprano y me dijo que quería saber mi opinión sobre algo. Yo le pedí que me llamara en un rato, es que estábamos con doña Zulma haciendo inventario de uniformes en el almacén. Cuando le devolví la llamada ya no me contestó. Y a eso de las once recibí la llamada de su mamá para darme la noticia.

Los buses de los más pequeños se han ido uno a uno con su cargamento de bullicio y solo queda alguno que otro papá o mamá que lucha por meter mochilas, loncheras, carteles y niños a sus vehículos particulares.

Si hay algo que me daría un poco de paz, es poder saber qué es eso que me quería preguntar. Me figuro a veces que era algo con relación a las reparaciones que quería hacerle al techo de su taller, o tal vez era sobre esos balcones que hizo desde enero y que no había modo que le pagaran. La idea del taller fue un plan de los dos, yo puse el capital y el armó todo. Teníamos un buen espacio en el patio y allí lo instalamos. Tomamos la decisión cuando me dijo que al instituto estaban llegando a jalar patojos para la mara y convenimos en que lo mejor era que abandonara los estudios por un tiempo.

Sacó dos cigarros de la cajetilla que aún tenía en su mano, mientras me hacía un guiño travieso y me la devolvía. Siempre ha sido así, si yo no tengo, él me regala algunos y al revés, cuando él no puede comprar, me pide.

A la distancia de una cuadra reconozco la Kia verde de mi mamá. Ya te vienen a traer, me dijo.   Patojo, tratá de aguantar otras tus semanas sin fumar, añadió mientras nos despedíamos con unas recíprocas palmadas en los hombros.

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