Eduardo Blandón

Que la vida familiar carecía de estética y era a veces inmoral lo sabía intuitivamente el pequeño Juan que lloraba desconsolado por su camisa de fuerza.  Nunca comprendió las razones por las que su madre lo ahogaba en esa ropa si estimaba la desmesura de su barriga y la talla de la pieza exigua.  Prefirió aceptar su conducta y amarla desde el absurdo de sus acciones (que no eran pocos).

Desde muy temprano supo que su vida no sería un lecho de rosas.  Y si su madre era enigmática, arbitraria y a veces abstrusa, su hermano era peor.  En él reconoció el primer signo de imperfección divina, acrecentado según los yerros constantes y extendidos en la fealdad del mundo a Él atribuido.

Juan era una especie de romántico en un siglo al que no pertenecía.  En su piel llevaba estampada lo peor de los clásicos, Schopenhauer, Goethe y Beethoven.  Como si hubiera nacido torcido, aunque sin complejos, afirmaba el absurdo de la vida solo salvado por los afectos, el amor y las pasiones.  No el sexo vulgar que le atraía, pero le espantaba a la vez.

  • No eres normal, por eso no tienes amigos, le reprochó un día Javier, su hermano.
  • Los tengo, pero no son legión, respondió afectado por el comentario. Y agregó:  distingue, lo tuyo son compañeros de aventura, ni uno solo alcanza la categoría referida.
  • Qué más dan las especificaciones, yo tengo hasta novia y tú no porque además eres feo, desagradable por todas partes.
  • Bueno, en eso de los gustos no nos vamos a meter. Cada uno tiene su encanto y, aún aceptando que seas más atractivo que yo, lo que importa es la calidad de las relaciones y tú no auguras futuro por esa tontería colosal que exhibes con desparpajo e impunidad.

Era cierto que Juan no era de buen ver, nunca lo fue.  A su conducta retraída, se le sumaba la desproporción en las dimensiones de su rostro.  Pero no lo turbaba porque desdeñaba las apariencias que juzgaba el camino perfecto a la desolación.  En el amor, sostenía, lo bello es un elemento que no debe contar demasiado.

Y sí, su primera relación la tuvo entrado en años.  Todo de manera natural, sin pretensiones, pero con voluntad de aprendizaje.  En soledad repasaba los actos amatorios en una especie de metacognición acusando sus faltas: “quizá debí ser más tierno, esa torpeza debería superarla, qué tal renunciar a mí mismo, más asertividad, las caricias cuentan…”.  Gastaba horas en reproches que a veces reparaba.

-Si debo serte sincera, le dijo un día Ana, tienes una torpeza tardía de la que soy indulgente solo por razones de afecto.  Además, luces tan cándido en el sexo que me hace recordar cierta bondad originaria que no necesito en ese momento.  Urjo una bestia y tú semejas un ángel renacentista o, peor aún, más antiguo, del bajo medioevo”.

El comentario podía ser atroz, pero solía defenderse de la maldad expresada en palabras.  Comprendía la fuerza de las emociones cuando se apodera de un momento incómodo.  Sin embargo no era indiferente.  La relación con el mundo, primero con su madre y luego con el hermano, le enseñaron a superar las asperezas de la vida: “la clave consiste en superarlo todo, camisas de fuerza, relaciones conflictivas y amores también insatisfechos”.

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