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Werner Solórzano Lemus

Saltaba a la vista en el barrio, no solo por ser una gringa de piel lechosa, sino porque le gustaba usar camisetas sin mangas, mostrando en toda su gloria un tatuaje sobre el brazo izquierdo, del hombro al codo. Más de cinco veces no la vi, y la última se quedó grabada en mi memoria como ese diseño que ella lucía: una hiedra trepándole por el brazo, en la que había pájaros, una serpiente enrollándose, y creo que algunas flores.

Nuestro barrio era de clase media —si es que esa precisión existe— y ahí llegó a vivir la gringa tatuada. Yo creo que, en nuestra ciudad, más bien hay una clase alta, y luego un desglose de clases obreras en distintos estadios de pobreza. No soy sociólogo, así que mejor no seguir con el tema. De lo que estoy seguro es que la gringa vino a cambiarme mi visión de las cosas. 

Llegó un lunes por la mañana. Recuerdo bien el día porque, al salir para mi trabajo, había un reguero de basura en la banqueta. Los recolectores se habían llevado las bolsas que yo sacaba todos los domingos en la noche; uno o varios perros habían hurgado entre ellas, roto alguna, y mucho de su contenido se había caído en el traslado de mi puerta al camión. Me apresuré a recoger las botellas de cerveza, los envoltorios de preservativos, y las bolas de papel higiénico antes de que alguien me juzgara por mis hábitos, reflejados en mi basura. Entonces la vi descender de un taxi con una mochila casi tan grande como ella, y dos maletas que, a juzgar por el esfuerzo con el que ella las empujaba, parecían muy pesadas. Di un paso al frente para acercarme y ofrecerle mi ayuda, pero en ese instante se abrió la puerta de la casa vecina, y salió un hombre a quien ya había visto aparecer cuando algún inquilino llegaba a instalarse o se iba de los apartamentos en los que nadie duraba. Moreno, con el cabello corto y engominado en un estilo que permitía admirar su cuero cabelludo, ayudó a la mujer a entrar su equipaje. Yo me quedé inmóvil en el frío de la mañana, apretando mi basura contra el pecho. 

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En nuestro barrio abundaban las casas con fachadas de colores, todas pegadas las unas a las otras, y la gran mayoría con grandes secciones en obra gris a perpetuidad. Pocos teníamos los fondos para repellar, pintar, y retocar nuestras paredes a la perfección. Cada dos o tres navidades le dábamos una manita de pintura al frente; embellecer el resto era un lujo que no nos permitíamos. La mayoría de viviendas no pasaban de los dos niveles, con unas cuantas de tres. La excepción que dominaba el mundo monocromático era la casa de cinco pisos en donde se alquilaban apartamentos. Llamarlo edificio suena a exageración, aunque técnicamente lo era, con su pozo de la escalera y apartamentos independientes, todo compacto en una anomalía de cinco por veinte metros. 

El hombre que ayudó a la mujer con su equipaje —y que siempre estaba presente cuando alguien llegaba o se iba— debía ser el administrador, porque apariencia de propietario no tenía. Un propietario no manejaría un Fiat de los ochenta y tantos, ni usaría unas botas amarillas tan gastadas en las puntas; sobre todo, tendría maneras de desdén hacia los demás. Esa misma tarde, cuando volví de mi trabajo, ya no estaba el rótulo de cartón en la ventana del apartamento en el quinto piso que decía: “Se alquila”, con el número de teléfono apuntado a la carrera, como por salir del paso. La gringa lo había ocupado.

La mujer vivía tranquilamente y para sí. Le traían la compra del supermercado una vez por semana —o eso suponía yo al ver estacionada en mi cuadra la camionetilla con el logo inconfundible de Walmart, cuando iba a mis clases de francés en la universidad los domingos en la mañana. El resto de la semana no le veía el cacho. ¿De qué vivía? —Me preguntaba. Hoy en día, con el Internet, no era descabellado suponer que trabajaba desde su apartamento, pero ¿por qué aquí? ¿Qué hacía una gringa en nuestro barrio? Se entendía Antigua, Cayalá, la Avenida las Américas, la Avenida Reforma, e incluso el Centro en donde se les veía fatigando los mercados de artesanías con sus pieles blancas o rojas como camarón por el sol de este condenado trópico, pero no en un barrio como el nuestro. Tal vez por eso no salía, para no desentonar. A mí me intrigaba y hubiera querido llenarle los oídos de preguntas, pero ni señas de ella.

La segunda vez que la vi fue un sábado en la noche, en circunstancias bastante inusuales. Yo me había quedado dormido en la sala de mi casa cuando me despertó el ulular de una sirena y los bocinazos de una radiopatrulla. En la oscuridad tanteé, buscando mis llaves, pero no hallaba más que botellas de cerveza —las botaba, y el ruido que hacían al caer, rodando sobre la mesa y chocando contra el piso, se sumaba a la insistencia de la policía. Encendí la luz y ahí estaban las llaves, riéndose de mi entre los huesos de Pollo Campero y los polvos que usaba para engañar los dolores del cuerpo y el corazón. Las tomé. Me precipité al patio, quité llave y salí. Las casas de nuestra cuadra se iluminaban de rojo y azul. Había dos radiopatrullas, cuatro o cinco motos y una docena de policías armados con ametralladoras. Distinguí a la gringa que hacía gestos con las manos y les mostraba un celular. Me le acerqué y vi que estaba usando el teléfono como un traductor. “What’s going on?”, le pregunté. 

Ahí me enteré de que ella había llamado para quejarse de los vecinos que no la dejaban dormir desde las once de la noche, que ya eran las dos de la madrugada y ellos seguían con su música. Ella señaló la casa. El agente llamó a dos de sus compañeros y les dijo que tocaran el timbre. La casa era la Tienda Esperanza, uno de esos negocios de abuelitos que casi han desaparecido, cediéndole el paso a las abarroterías que, con un racismo disfrazado, acolchonado con diminutivos, llamamos “tiendas de los inditos”. Parecen más bien cárceles, en donde el tendero suele ser menor de edad y duerme adentro del negocio. ¿Extrañarán su pueblo y a su familia? ¿Los obligarán a estar encerrados detrás de las rejas?

Doña Esperanza salió, y los policías le dijeron que algunos vecinos se habían quejado. Eran sus nietos quienes ponían la música de reguetón a todo volumen, unos buenos para nada con aspiraciones de maleantes —pero no maleantes de verdad, sino de artistas que se creen maleantes. Ella contó que les decía “bájenle volumen a la música”, pero ellos solo la insultaban. Los policías pidieron hablar con los inútiles; a los pocos instantes salieron entre asustados y atolondrados. 

—Tienen que respetar a su abuelita, tienen que respetar a los vecinos que quieren dormir —Los jóvenes asentían, indefensos —la cola entre las patas.

Después de amonestarlos así, los policías se subieron a sus motos y a sus carros. El show de luces rojas y azules se alejó y desapareció cuando doblaron la esquina. La gringa y yo nos quedamos solos.

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—Ya se me fue el sueño —me dijo—, ¿no quieres pasar a tomar algo?

Si hablamos de tomar, ya me había entregado a ello, pero me pareció descortés rechazar la invitación. 

Entramos al edificio. Ahí fue cuando vi que tenía gradas independientes —es decir, un pozo de la escalera. Mientras subíamos, hice el comentario sobre el despliegue de fuerza que acabábamos de ver. Ella me secundó y, tal vez para que no se llevara la impresión de que nuestra policía era así de eficaz y robusta, le dije que ellos —los policías— debían venir de algún operativo, porque era imposible que se tomaran tan en serio una queja de ruido. Creo que no le agradó porque no respondió y seguimos escalando hasta el quinto piso. 

En su apartamento tuve la impresión de ya no estar en mi país, no solo por la decoración, sino por los productos importados que descansaban en una mesita de pino y en unas repisas al lado del refrigerador. Mientras ella jugaba al bartender con botellas, hielo, un exprimidor de limón, y un vaso mezclador, me contaba cómo usó una aplicación en su teléfono para llamar a la policía, y que era una maravilla para comunicarse, imagínate: ya no hace falta aprender idiomas —decía con el celo de un recién converso. La imaginé haciendo sus pedidos de esa manera. No puede ser lo mismo comunicarse por medio de una máquina. Me alargó un old fashioned y me lo bebí de tres viajes. Ella se sentó frente a mí con un mojito.

El trago me calentó y me fui quedando jetón mientras ella seguía quejándose y hasta echando rayos a causa la música, porque la música siguió —aunque a menos volumen. Recuerdo que ella decía que de nada servía que hubieran disminuido el volumen si los bajos viajaban por el concreto. Desperté en el sillón de su apartamento. Era de madrugada. La gringa se había encerrado en su cuarto y no pude despedirme de ella. Me dio vergüenza dormirme en su sala y me prometí ofrecerle una disculpa la próxima vez que la viera.

No la vi sino hasta dos semanas después en el supermercado. De lejos, no creí que fuera ella porque imaginaba que todo lo pedía a domicilio. Nos saludamos y le pregunté si los vecinos la habían dejado dormir. Nada había cambiado, pero ella había encontrado una solución. Tapones para los oídos, audífonos antirruido y sonido de lluvia —que ella llamaba “brown noise”— estrangulaban los bajos que generaba la casa de al lado. Seguía indignada y se preguntaba por qué tenía ella que adaptarse a la insensatez de los demás. Me encogí de hombros. Me contó que en Nueva York, de donde ella venía, se llamaba al 311 y venían a callarlos. No se toleraba el ruido —al menos en su barrio era así, porque en Brooklyn siempre había música, siempre de los puertorriqueños y siempre reguetón. Nada podía decírseles porque rápido salían con la defensa de que era su identidad y que los blancos querían oprimirlos y silenciarlos. Era mejor, pues, llamar a la policía y generalmente venían muy rápido. Yo la dejaba hablar mientras ella terminaba de hacer sus compras. Luego caminamos de regreso a nuestra cuadra. Supe entonces que trabajaba para Walmart y que estaba ahorrando para comprarse un apartamento en Harlem —según me dijo, uno de los barrios más antiguos de Nueva York y más barato que las zonas populares. De ahí que, pudiendo vivir en un mejor vecindario en Guatemala, hubiera escogido un gueto como el nuestro. 

Sé que debí sentirme ofendido por sus palabras, por el ninguneo de nuestro barrio, pero nunca he experimentado la obligación de defender “lo nuestro”, solo por ser nuestro —ya se trate de territorio o personajes. Y nuestro barrio era feo, horrible, con morteros a las cinco de la mañana para honrar a quién sabe qué santo, con calles parchadas y agrietadas —como el suelo de una tierra desértica, banquetas atravesadas de grietas y tachonadas de agujeros que en el invierno se vuelven pocitas, y basura por todos lados. Nos despedimos en la puerta de su edificio.

No la vi en las siguientes semanas y hasta creí que se había mudado, aunque no veía ningún rótulo anunciando el apartamento en alquiler. Una mañana que salí a comprar una docena de huevos para el desayuno, la vi descendiendo de un taxi. Llevaba muletas y tenía la pierna entera embutida en un yeso azul. Me preguntó si podía ayudarla con unas compras que traía. Saqué las bolsas que descansaban en el asiento trasero y me enfilé por las escaleras. Dejé las bolsas frente a la puerta de su apartamento y bajé para ver si necesitaba ayuda para subir, pero parecía apañárselas bien sin mí. Entramos al apartamento y ella se dejó caer sobre el sillón de la sala. Entonces se puso a llorar. Me pareció que lloraba de ira y frustración. Se cubría el rostro con las manos; se tomaba el pelo y sacudía los puños mientras gruesos lagrimones le resbalaban por las mejillas. Toda su expresión parecía una sonrisa macabra sin sonido. Me senté a su lado a hacerle compañía. 

Cuando se hubo calmado me contó que hacía dos días decidió salir a caminar por el bulevar, pues el encierro le estaba afectando. Tenía lo que llamó “cabin fever”, que según entiendo es volverse loco entre cuatro paredes —tal vez se empiezan a ver u oír cosas. El bulevar está a un par de cuadras de distancia. Seccionado por retornos, no puede uno recorrerlo entero sin detenerse en todos los lugares que lo cortan, ver para todos lados, asegurarse de que no vengan carros, y entonces caminar hacia la otra orilla. Aunque si viene algo y uno calcula que corriendo llega, no lo pensamos dos veces. Si hay carros detenidos y uno estima que no se moverán en los próximos segundos, pueden culebrearse. Si llegaran a moverse, se torean. De varias formas llega uno a tocar la seguridad de la otra orilla. Si viene algo, hay que esperar. Nada de eso hizo la gringa. Asumió que el paso de cebra significaba que podía seguir derecho y que los carros se detendrían para dejarla pasar. El camión no se detuvo. ¿Por qué habría de hacerlo? Aquí todo mundo sabe que los pasos de cebra no son más que decoraciones, maquillaje de la municipalidad, a los que no hacen caso ni peatones ni conductores. No detenerse es ser ingenuo o imprudente, pero ¿qué iba a saber la gringa? Ella estaba acostumbrada a un lugar más civilizado.

Entonces me di cuenta de que, a sus ojos, éramos primitivos y desde ese momento no pude dejar de reparar en nuestros hábitos, que iban desde lo que experimentó la gringa —los vecinos tronando su música a las dos de la mañana sin ninguna consideración, y ser atropellada por un camión que se lanzó sobre un paso de cebra, dándose a la fuga— hasta pequeños detalles que veía en el día a día. Si en el bus se termina uno el jugo o los ricitos, se lanza el envoltorio y el bote por la ventana. Se saca al perro para que haga sus necesidades en la calle y no se recogen. En grupo, caminamos ocupando todo el espacio de la banqueta sin dejar pasar a los que vienen atrás —lo mismo en las escaleras eléctricas. Si el tráfico es espeso, las motos pueden usar las banquetas. Reventamos ametralladoras a las cinco de la mañana —así se comienza bien un cumpleaños. Si no viene nadie, los semáforos se pueden cruzar en rojo. Las demarcaciones de carriles no son sino sugerencias. Manejando, nos detenemos donde se nos dé la real gana —con activar las luces de emergencia basta. Se puede orinar en cualquier parte y defecar en muchos lugares. 

La gringa se fue a las pocas semanas. La visité un par de veces más y, aunque ya se le había pasado el enojo, insistía que los guatemaltecos teníamos mucho “entitlement”. Es una palabra de difícil traducción. En esencia significa que nos sentimos con el derecho de hacer lo que se nos dé la real gana, sin importarnos el bienestar o la comodidad de los demás. Por eso, decía ella, manejamos como salvajes y nos comportamos como salvajes —cada quien mirando el derecho de su propia nariz y nada más. 

La gringa se fue para otra jungla. Nunca he visitado Nueva York, pero sospecho que sus habitantes tampoco son seda y buenos modales todo el tiempo. También deben manejar como salvajes, insultar como cavernícolas y ver solo el derecho de su propia nariz —que los demás vean cómo se las apañan; codos afuera a la hora de salir o entrar de los vagones atiborrados del metro. Así me los imagino.

Ahora, en cuclillas, a la sombra de unos árboles que me proveen abrigo de la tormenta que acaba de desatarse, trabajo mi piedra caliza, me ocupo en tallar un pedernal para cazar la cena, pero lo haré cuando escampe.

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