Suplemento Cultural
Foto: La Hora

Giovany Emanuel Coxolcá Tohom

 

A las 11:45 de la noche del miércoles 19 de enero del 2022, me llamaron del hospital San Juan de Dios. Doce horas antes habías ingresado, contagiado de covid. Estabas grave.

—Aló.

—Buenas noches. ¿Usted conoce al señor Ruperto Coxolcá?

—Sí, es mi papá.

—¿Puede presentarse a la morgue del hospital San Juan de Dios? Le informamos que el señor Ruperto Coxolcá ha fallecido.

—¿Hace cuánto murió?

—Hace unas horas.

—Gracias. Voy para allá.

Al escuchar tu nombre al otro lado del teléfono y saber que habías muerto, sentí una infinita tristeza que se volvía ternura. Un extraño cosquilleo, de los pies, me subió a la cabeza. Los libros frente a mí, el color de la pared, la noche y su profundidad que ahora me devolvían tu nombre ya para siempre si vos. «Has muerto. “Lo dirá el tiempo”, decías, y ahora el tiempo lo ha dicho», me dije.

¿En qué pensabas cuando te dejé en el hospital? ¿Quedó pendiente algo entre nosotros? ¿De dónde sacaste fuerzas para permanecer inquebrantable ante la muerte? ¿Era tu deseo morir sin que nosotros nos enteráramos?

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El 25 de diciembre del año anterior, Ilina y yo debíamos volver a la ciudad. Eran las 11 de la mañana, te pregunté si quedaba tiempo para tomar algo.

—Mejor otro día, para que no los agarre la tarde en el camino.

Nos despedimos con un apretón de mano. Te volvería a ver en la mañana del 19 de enero para trasladarte al hospital. Nunca más volveríamos a encontrarnos para compartir un café, para hablar de política y de cómo afrontaríamos la muerte, sin nos llegara a alcanzar. «Si me alcanza el covid, no se preocupen por mí. Si muero en el camino o en un asalto, será porque hasta allí debía llegar. Sólo traten de cuidarse ustedes».

Ahora te vuelvo a ver de camino al trabajo, con el azadón en el hombro izquierdo. Tus pantalones de color verde claro. Ese día debía acompañarte, pero también quería quedarme jugando en los alrededores de la casa de la abuela. Sería de las últimas veces que me permitirías no acompañarte al trabajo. Mientras te perdías en el camino, sentí una enorme tristeza y tuve deseos de acompañarte, de salir corriendo para ir contigo, pero pensar que volveríamos a casa hasta la hora del almuerzo me hizo asegurar mi escondite detrás del temascal. No sé qué edad tenía. Faltaban un par de años para ir a la escuela. Yo llevaba puesto un overol rojo y andaba descalzo. Recuerdo el cosquilleo de la tibia tierra bajo mis pies.

En otra ocasión me llevaste a buscar leña a Panalachaj, cerca del río Madre Vieja. El nombre del lugar es una deformación de pa alachäj, forma abreviada de pa alaji’ chäj, en kaqchikel quiere decir entre tiernos pinos. Tuvo que ser el mismo año en que me escondí detrás del temascal; de otra forma, cómo explicar que me recuerdo con el overol rojo. Después de preparar tu carga de leña me pediste que esperara, mientras volvías al barranco en busca de algo. El lugar me pareció el más lejano del mundo. Durante muchos años volveríamos a pasar por esos caminos en busca de leña los fines de semana, en busca de flores silvestres y musgo para las fiestas de fin de año o en busca de miel de abeja para Semana Santa.

En la ambulancia, de camino al hospital, hice un recuento de la existencia compartida. Habían pasado muchos años desde que me adentraste al mundo de la lectura. Volvía a trazar la O y decir que la C era una O, sólo que le faltaba un pedazo. El tráfico era denso, un avión aterrizaba. No sé a qué edad nos trajiste a la ciudad para conocer el aeropuerto. Algo me decía que era nuestro penúltimo viaje juntos: el último lo haríamos al día siguiente, con rumbo al cementerio de Las Canoas, en la camioneta de la funeraria.

Antes de atender la llamada del hospital, estaba hablando con Ilina.

—Está difícil. Esperame, mi vida, me llaman del hospital.

Al reanudar la llamada con ella, le pedí que nos viéramos en la morgue.

Alguna vez me dijiste que, al morir, tu deseo era ser cremado. ¿Dónde querías ser esparcido?

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Después de avisarle a mis hermanos, hablé con el doctor Oscar Escobar y con la doctora Patricia Solórzano, dos personas fuera de serie; el doctor, riguroso, solidario y transparente, como pocos en este mundo; la doctora, con una fe que ha iluminado el camino de alguien que no siempre encuentra a Dios (de no ser por ellos, no sé quién estuviera trazando estas líneas).

—Me llamaron del hospital, doctor.

—Sentimos mucho la pérdida de tu papá… Ahora, hay alguien más velando por vos desde el Cielo.

—Sólo tengo 20 quetzales.

—No te preocupés…

A las 7 de la mañana del 20 de enero, recibí una llamada de José Luis Perdomo Orellana, de indiscutible magisterio y de amistad total. Minutos después, tomábamos un café y hablábamos de vos.

—En vista de que se ha adelantado mi gran amigo don Ruperto, tomá esto, para el viaje.

  Uno no está preparado para decir hasta pronto, con vos lo hablamos muchas veces. Cómo irse sin dejar una herida en el camino, cómo decir que ha llegado la hora y dónde hallar la certeza de que estás en cada uno de mis pasos.

A dos años de tu partida, mientras tu voluntad frente a la muerte se agranda, vuelvo a darte las gracias por llevarme a conocer las vocales, hace más de treinta años, por enseñarme a abrir camino, a forjar la tierra y la palabra.

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