La Hora/Cortesía
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Carlos López

Aunque nació en Bombay, India, en 1865, Joseph Rudyard Kipling, hijo de un oficial del ejército británico, fue un escritor al servicio colonizador de Inglaterra. Su posición respecto del genocidio contra la población hindú lo retrata: cuando el brigadier inglés Reginald Dyer ordenó a sus tropas que dispararan contra una multitud de civiles desarmados, entre ellos ancianos, niños y mujeres, con saldo de 400 muertos y más de 2000 heridos en sólo 10 minutos (a los que levantaban la cabeza, mientras se arrastraban heridos en el suelo, se les daban golpes mortales con cachiporras de bambú; a los niños los ataban a un palo y los azotaban hasta la muerte, enfrente de sus padres, que debían mirar el sacrificio), y un tribunal militar justificó su decisión porque con eso ponía el ejemplo para que el virus revolucionario no se extendiera por todo el país, Kipling aplaudió la decisión y hasta aportó 10 libras en la colecta que organizó el Morning Post como fondo de caridad para Dyer, el «hombre que salvó a India».

En Late Victorian Holocausts (2000) Mike Davis argumentó que las hambrunas en la India decimonónica y la muerte de decenas de millones de personas eran consecuencias directas del gobierno colonial inglés al que fueron exportadas millones de toneladas de arroz y trigo mientras el pueblo hindú se moría de hambre, cuando la sequía golpeó la meseta del Decán, en 1876. Este año, el virrey Robert Bulwer-Lytton, hijo del poeta del mismo nombre, se disponía a organizar un espectacular durbar imperial en Delhi para proclamar a Victoria emperatriz de India. El clímax de este evento, escribe Davis, «incluía una semana de festividades para 68,000 funcionarios, sátrapas y maharajás, con el banquete más colosal y caro de la historia mundial». En el transcurso de esa semana, Davis estimó en cien mil el número de hindúes que murieron de hambre en Madrás y Mysore.

El primer ministro Winston Churchill declaró de manera estúpida, sinvergüenza ni remordimiento: «Odio a los hindúes. Son un pueblo salvaje con una religión bestial. La hambruna fue su propia culpa por reproducirse como conejos», para justificar la escasez de alimentos en Bengala en 1943, en la que 4 millones de personas murieron de hambre, a causa de la confiscación de comida que se usó para la alimentación de los soldados británicos.

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Nada de eso vio Kipling, que se dedicó a crear fábulas de la realidad lacerante que lo rodeó. Sus novelas, cuentos y poemas están ambientados en India y Birmania, países que le sirvieron de escenografía nada más. A él —como a la mayoría de escritores de su estirpe— le importó más la vida de los animales que la de las personas. Para Kipling, «India fue una creación de la Providencia para el necesario suministro de escenarios pintorescos, tigres y alta literatura»

En 1882, Kipling fue asistente editor de un pequeño periódico en Lahore (India Británica, hoy Paquistán), La Gaceta Civil y Militar —vocero del régimen colonial—, del que decía que había sido su «primer amante y el amor más verdadero». En ese medio de información publicó, en 1886, 28 de las 40 historias de Cuentos de las colinas, su primer libro de prosa.

A comienzos de 1898 Kipling y su familia viajaron a Suráfrica para pasar las vacaciones de invierno. En ese entonces era conocido como el Poeta del Imperio (que halagaba su ego) y por eso fue recibido con gusto por algunos de los políticos más poderosos en la Colonia del Cabo. Kipling se hizo amigo de estos hombres, a quienes admiraba. De vuelta a Inglaterra, escribió poesías en apoyo a la causa británica en la guerra de los bóeres, y en su siguiente visita a Suráfrica, a principios de 1900, colaboró en la creación del periódico militar The Friend para las tropas británicas en Bloemfontein.

Por los servicios prestados a la corona, a Kipling le ofrecieron el premio nacional de poesía Poeta Laureado en 1895, la Orden de Mérito del Reino Unido y el título de Caballero de la Orden del Imperio Británico en tres ocasiones, y él los rechazó, pero aceptó el Premio Nobel de Literatura en 1907 cuando tenía 42 años (es el primer británico y el escritor más joven en recibirlo). El galardón se lo otorgaron, según la Fundación Nobel, porque «como poeta, cuentista, periodista y novelista, Rudyard Kipling describió el imperio colonial británico en términos positivos, lo que hizo que su poesía fuera popular en el ejército británico».

El Poeta del Imperio ya había adquirido fama por su pensamiento clasista, racista («Los hombres blancos tienen la obligación de llevar la cultura a los pueblos paganos del mundo»), misógino, belicista, patriotero («las razas menores nacen más allá del canal de la Mancha»). Creó gran controversia al publicar en 1899, en la revista McClure’s, el poema «La carga del hombre blanco», panfleto a favor del imperialismo (le ofreció el poema a Theodore Roosevelt, entonces gobernador de Nueva York: «Ahora, entre y ponga todo el peso de su influencia en aferrarse, permanentemente, a todas las Filipinas. Los Estados Unidos han clavado un pico en los cimientos de una casa podrida, y están moralmente obligados a construir la casa de nuevo, desde los cimientos, o dejarla caer de sus orejas», le escribió Kipling al gobernador estadunidense) y de Gran Bretaña, que portaba la «carga divina de hacer reinar el imperio de Dios en la tierra de los ingleses», según Kipling.

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Las viejas ediciones de los libros de Kipling tienen una sauvástica (con los brazos en sentido antihorario) impresa sobre sus portadas. Este símbolo se asocia con una imagen del dios con cabeza de elefante Ganesha y significa buena suerte y bienestar en la cultura hindú. El movimiento nazi utilizaba la esvástica  o cruz gamada con los brazos doblados en sentido horario. ¿Fue honesta la decisión de Kipling de pedir a sus impresores que eliminaran de sus libros dicha imagen para deslindarse del nazismo o fue una resolución con implicaciones geopolíticas? Él defendía el fascismo inglés, pero abominaba del alemán, a cuyo pueblo ofendía con sandeces. Se opuso al voto femenino y tenía prejuicios antisemitas, entre otras máculas, además de odiar a Gandhi, a quien calificó de arribista.

Julio Hubard afirma: «A pesar de la melancolía con que se puede leer en su prosa una amalgama imperialista, militarista, racista y clasista, rígidamente formal, obediente del orden y las coronas, lo seguí leyendo con gozo y admiración, pero mezclados con una creciente lejanía moral. […] Orwell lo detestaba porque lo consideraba un fascista; T.S. Eliot reconoce que nada es más importante para Kipling que la médula del imperio y que despreciaba la democracia sin haberla entendido. […] Poniendo a Kipling de cabeza entendemos mejor: él veía que faltaba Estado y, por eso, los individuos podían ser ricos; quería lo contrario, como buen imperialista: que el Estado tenga en sus manos la riqueza y el control de los permisos. Gran Estado, grandes acumulaciones de capital… No se daba cuenta de que esa idea de gran Nación implicaba, necesariamente, la multiplicación de los pobres», concluye Hubard. (https://www.milenio.com/cultura/laberinto/rudyard-kipling-imperio-y-burocracia).

Respecto de lo que afirma Hubard sobre el odio de George Orwell a Kipling, en un pequeño artículo publicado en el New English Weekly, el 23 de enero de 1936, éste afirma que «mucho más desagradables que las tramas sentimentales y los vulgares trucos estilísticos es el imperialismo al que Kipling escogió prestar su genio», a pesar de lo cual lo admira y rinde homenaje con una salva de cañonazos metafóricos; en un ensayo más amplio publicado en febrero de 1942 en Horizon, Orwell refuta el prólogo que escribió T.S. Eliot en una selección de poemas de Kipling: «De nada sirve sostener, por ejemplo, que cuando Kipling describe a un soldado británico en el trance de apalear a un negro con el fin de sacarle unos dineros, meramente actúa como reportero, y que no necesariamente aprueba lo que describe. No hay en toda la obra de Kipling ni la más ligera muestra de que condene ese tipo de conducta; al contrario, se percibe en él un sadismo innegable, muy superior a la brutalidad que un escritor de esta clase ha de tener. Kipling es un patriotero imperialista, es moralmente insensible y estéticamente repugnante. […] Sin embargo, hay que responder a esa acusación de “fascista”, porque la primera clave para comprender a Kipling, desde un punto de vista moral o político, es precisamente el hecho de que no lo era». Luego, en una serie de malabarismos deshilachados Orwell se contradice y termina por justificar el propagandismo patriotero imperial, la venta de su conciencia y hasta los pésimos versos que pergeñó Kipling y que fueron bien recibidos, casi como palabras bíblicas, entre la capa media inglesa conservadora.

Manuel Morales, al reseñar Crónicas de la Primera Guerra Mundial, de Kipling, en el artículo «Cuando Kipling hizo propaganda contra el Diablo», señala que el escritor inglés estaba «al servicio del Buró de Propaganda de Guerra del Gobierno de su país durante la masacre que sufrió Europa entre 1914 y 1918. Su misión fue mantener alta la moral de los soldados y hacer que las familias que enviaban a sus hijos al frente se sintieran orgullosos de ello porque estaban luchando contra “el Mal”, contra “bestias salvajes” a las que había que erradicar». Morales cita a Ignacio Peyró, quien afirmó que a Kipling no le tembló la mano para «retorcer la verdad y demonizar al enemigo». Como se puede comprobar, las noticias falsas, la manipulación de los hechos, la infocracia han estado arraigados en todas las épocas y han tenido jugosas recompensas, la lotería mayor Nobel incluida.

Concluye Morales: «Cuando acabó la matanza europea, el Gobierno británico le pidió otro servicio a Kipling. A través de la Comisión Imperial de Tumbas de Guerra, pomposo y escalofriante nombre, le encargó que redactara los discursos de homenaje y recuerdo a los muertos, y los epitafios que, grabados en las lápidas, recordaran para siempre a los soldados ingleses caídos en combate, incluido el hijo al que nunca pudo velar» (https://elpais.com/cultura/2016/11/06/actualidad/1478472544_795095.html).

 

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