Oscar Clemente Marroquín
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Por burdo, el diputado Juan Manuel Giordano se colocó en la primera fila del desprestigio de nuestra clase política, pero sería un grueso error creer que su caso es aislado pues lo que lo hizo diferente al resto fue que actuó con una desfachatez que lo expuso al escrutinio público, mientras que el montón al que pertenece sabe cómo manejar esas cosas, y lo hace día a día, sin darse color pero asegurando que en el Listado Geográfico de Obras puedan meter la mano a sabor y antojo, para lo cual ponen de rodillas a los gobernadores y a los Consejos de Desarrollo.
La demanda popular para que renuncie Giordano es ampliamente justificada, pero tiene sentido siempre y cuando empecemos a hablar de la depuración no sólo del Congreso sino de nuestro sistema político porque esa tarea, esbozada en las manifestaciones de hace un año, quedó pendiente cuando al final de cuentas nos vendieron la idea de que era indispensable ir a elecciones con las mismas reglas de juego perversas que ahora recibieron un brochazo que permite a los corruptos hablar de “cambios”, cuando en lo esencial, en lo que de verdad es determinante, no se movió ni una sola pieza porque el financiamiento de la actividad política sigue a la libre y las curules seguirán en pública subasta.
Giordano, con su imberbe estupidez, evidenció lo que hacen todos los días los diputados en ese tráfico de influencias que caracteriza la prostitución de nuestro sistema político. Ponen de rodillas no sólo a los gobernadores sino a ministros y al mismo Presidente, al grado de que son incontables las veces en las que el Ejecutivo ha sido objeto de chantaje para que le aprueben asuntos de interés nacional. Giordano demuestra para qué están allí los diputados, es decir que su interés es hacer dinero y por ello se explica la forma en que el Congreso vota disciplinadamente cuando le llegan leyes como aquella de la telefonía que tenía patrocinio abierto, descarado y millonario.
Hoy vemos que hay un sincero esfuerzo por reformar el sistema judicial y que el gobierno encomendó la tarea a dos instituciones que se han ganado la credibilidad a pulso. La CICIG y el Ministerio Público harán la propuesta, pero la misma tendrá que ser conocida por ese mismo Congreso que sabe cómo se mueve la melcocha y que ha demostrado que la presión de la opinión pública le importa un pepino. Giordano es la muestra de cuán poco le interesa a los diputados asumir su responsabilidad en la trasformación del país, y los guatemaltecos no podemos esperar que aprueben, sin manoseo, una reforma que les pueda quitar el privilegio de controlar y mantener asegurado el sistema de impunidad que favorece y alienta su corrupción y la corrupción generalizada en el país.
Hay enormes obstáculos en Guatemala para lograr una reforma seria y profunda. Si estuviera aquí James Carville, el estratega que definió el tono de la campaña triunfadora de Clinton, nos diría: “Es el Congreso, estúpido”. Él advirtió que el meollo del problema de Estados Unidos era, en ese momento, la economía y seguramente vería que el problema de Guatemala está en la existencia de un Poder Legislativo que no tiene remedio ni compostura.