Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Me senté en uno de los escalones que dan al pequeño jardín de la casa y me dispuse a disfrutar del humeante café que llevaba en una generosa taza en la mano derecha. El cielo estaba encapotado, como un inmenso techo de hormigón a punto de caer sobre la ciudad. Pero no llovió, a pesar del airecito helado que soplaba cadencioso, presagiando que pronto las calles y techados estarían cubiertos del manto acuoso propio de la temporada.

Una pequeña hilera de hormigas, una tras otra, con impresionante disciplina orgánica, como eslabones de una diminuta cadena viviente que sabía exactamente por dónde transitar, se apresuraba entre las hierbas y hojas secas, sorteando pequeñas rocas o matas que a veces interrumpían el camino. Llevaban al hormiguero el alimento que sin duda sería bien recibido por las larvas que un día continuarían la labor que ahora ellas realizaban.

Y recordé al Nobel colombiano don Gabriel García Márquez. En una ocasión, cuando en una entrevista le preguntaron algo acerca de la vida extraterrestre -lo parafraseo- indicó que los seres humanos somos tan soberbios que nos negamos a aceptar la posibilidad de que no seamos los únicos en el vasto Universo en el cual vivimos. “Somos algo así como una aldea perdida en la provincia menos interesante del Universo”, dijo.

Y eso eran para mí aquellas hormigas y su morada. Una diminuta aldea perdida en un lugar intrascendente tras las matas del jardín. Un sitio al que yo no suelo prestar mayor atención porque no creo encontrar en su circunscripción algo interesante o necesario que necesite explorar. Pero está allí, y hay vida, y cosas ocurren aunque yo no las pueda entender o no llamen siquiera mi atención.

Bebí de mi café y volví la vista de nuevo el manto pesado y gris a punto de caer. No llovió. Y las hormigas continuaron afanadas en su quehacer en esa carrera nerviosa y continua que denotaba la existencia de algo ocurriendo más allá de los escalones en que me encontraba observando el entorno. El vasto universo de las hormigas era un pequeño trozo de suelo en donde ocurrían cosas, aunque yo no tuviera el menor interés en ellas.

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