Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Cada dos vueltas de la aguja pequeña del reloj marca un día más o un día menos. Como quieran verlo. En todo caso envejecemos cada anochecer pero, al igual que en la contabilidad, hay un momento de hacer corte, de extender la factura o hacer el cobro, ese día se materializa con el cumpleaños. En estos días es el mío. Claro, bajo el signo de Leo y la protección de San Lorenzo. Por eso son fechas propicias para la reflexión y evaluación de los años transcurridos y de dar gracias a la vida.

Entre muchas cosas, muchas, estoy agradecido por la época en que me ha tocado vivir y que gocé de lo mejor de dos mundos. En ese puente entre el mundo de ayer y la vorágine de estos días. Es claro que envío correos electrónicos casi a diario, pero no dejo de pensar en aquellos tiempos en que las cartas tardaban días en llegar (e igual las respuestas), días en los que preguntábamos: ¿vino el cartero? Era, después de los saludos, la pregunta obligada al llegar a casa. Ahí estaba la correspondencia: mucha publicidad; avisos varios; alguna postal inesperada y al fin, la carta que tanto esperábamos. Terminaba la ansiedad de los últimos días. Nos emocionaba ver la letra con que escribió la novia o la esposa; era una sensación que no pueden repetir las pantallas electrónicas. Sentir el perfume y las vibraciones de aquella que envió la carta y que de alguna forma absorbió y comparte el papel. Reconocer los rasgos de su escritura. Algo parecido al ritual de las tarjetas de Navidad que por diciembre colocábamos en escaparate, un gesto que tampoco se puede reproducir con los innumerables -e impersonales-mensajitos en pantalla.

Tengo también tantas fotos archivadas en la nube que me cuesta clasificarlas. Irónicamente hay más fotos que tiempo para disfrutarlas. Las fotos ya no son las mismas; antes esperábamos con ansias abrir el sobre que contenía las fotos reveladas del rollo que dejamos en la agencia Kodak o Agfa, 5 días antes. ¿Cómo habían salido? ¿Qué tal nos vemos? ¿Cómo luce el paisaje del lago? Eran imágenes que veníamos visualizando desde el momento mismo en que apachamos el obturador; porque tomar una foto era todo un evento, como la composición del cuadro que hacían los pintores renacentistas. Todo un protocolo. ¡Arréglense bien, a la una, las dos y ya! Digan “chiiiis”. Cada instantánea era muy preciada porque los rollos solo tenían 12 o 24 fotos (algunos, 36). Y tan apreciadas eran que se atesoraban en un «álbum de fotos”. No se diga de los arreglos para las tomas  en 8 milímetros; la grabación era un montaje tipo de set. Esas emociones ya no se repiten; hoy las fotografías perdieron mucho de su majestad; ahora son inmediatas y desechables; inagotables y devaluadas. Y así nos acostumbramos a guardar miles de fotos y videos (que ya nunca veremos). Por el contrario, los viejos álbumes eran arcones que guardaban preciosos tesoros familiares. “¡Mira cómo lucías antes de casarte!”, “vean cómo era de guapa la abuelita”, “pero qué flaco era el tío”.

Crecí en una Guatemala en la que se tomaba agua del grifo. En que los médicos visitaban a los enfermos llevando siempre su “maletín”. Probé el aceite de ricino (de castor) que limpiaba cualquier indisposición estomacal; igual me pintaron de Mertiolate, Mercurocromo y hasta de yodo. Leche de magnesia y aceite de bacalao eran regulares y el bicarbonato, infaltable. Teníamos buena salud. Jugábamos en la calle. Nos tomaba 15 minutos ir del parque central a la plaza Berlín. Un viaje a La Antigua se hacía en 45 minutos y al puerto en hora y media. ¡Y eso que no había Waze! Un tiempo en que, de la mano de mi madre, tomábamos la camioneta para ir, de la plazuela 11 de Marzo al centro. Al almacén Eichenberg, La Perla, El Nilo, Maegli, La Juguetería, ferretería El Cazador, El Lobo, El Volcán, Marlin o la Paquetería. Cuando la tela se vendía por yardas y había muchos sastres y costureras. También habían varios “hospitales” de calzado. Caminábamos por las calles despreocupadamente, sin aprehensión o temor. No había carros polarizados. Ninguno. No habían mareros ni se veía gente armada. Ni por asomo imaginar las hoy omnipresentes cámaras de vigilancia (salvo las señoras del barrio que pasaban la tarde meciéndose sobre la acera). Claro, a veces usábamos la violencia para dirimir algunas diferencias pero una violencia cuya peor expresión era un ojo morado o un labio rasgado. Después venía un apretón de mano.

Vivíamos más libres, porque no estábamos atados a ningún artilugio controlador, no dependíamos del celular. Nadie monitoreaba nuestra ubicación. Cada llamada telefónica era valiosa. “Aló, ¿de parte de quién?” Las de “larga distancia” se reservaban para eventos muy especiales: nació una sobrina, murió una tía, se va a casar la prima, etc. Todavía se “colgaba” el auricular cuando terminaba una llamada. No sumábamos miles de “amigos” virtuales pero los que teníamos eran suficientes para conversar cara a cara, jugar, bromear, pelear, planificar el futuro. Eran amigos de verdad y “reales”, la mayoría de los cuales siguen ahí, igual de creciditos, pero siempre leales, sin necesidad de actualizar suscripción alguna. Los diarios Prensa Libre, El Imparcial y La Hora, eran lectura obligatoria, la primera en el desayuno y los otros con el sosiego de la tarde.

Pero también el mundo de hoy tiene –claro está– sus cosas buenas que he podido disfrutar. Comunicaciones rápidas, acceso a ese universo, virtualmente infinito, de la información. Adiós a las enciclopedias. Sin duda una maravilla. Pude gozar de lo bueno de los dos mundos en un momento excepcional de la humanidad que se extiende como puente entre dos escenarios tan disímiles en tan poco tiempo. Pude disfrutar de las emociones y placidez del mundo de ayer como también de los innegables beneficios del agitado mundo de hoy.

En buen momento expreso mi gratitud precisamente cuando se acerca la visita anual de mi Santo Patrono, costumbre antigua de encomendar al recién nacido al santo del día (onomástico), que me trae como regalo una cuenta más para agregar al rosario de mi vida. Un año más que me acerca, vertiginosa e incontenible, a la edad internacional de la jubilación (que ya me pasó) pero con energía que continúa y sabedores del ejemplo de los que seguirán nuestros pasos. (Continúa).

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