Diseño La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
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Por: Víctor Muñoz

Gedeón lucía el semblante pálido y triste.

-Vos –me dijo-, se murió doña Esther, la hermana de Papaíto.

Mi primera impresión fue de susto, ya que siempre he pensado que cualquier día será Papaíto el que se nos vaya.  Es que doña Esther tenía como 30 años menos que él y se le veía rozagante y saludable, todo lo contrario a Papaíto, que siempre se está quejando de sus achaques y molestias.

-¿Y qué le pasó a doña Esther? –le pregunté a Gedeón.

-Pues fíjate que no lo sé.  Yo, en cuanto supe que se había muerto me fui a la casa de Papaíto y me lo encontré llorando.  A duras penas me relató lo sucedido y me pidió que le hiciera el favor de ir a la oficina de telégrafos a poner un telegrama a su sobrina, la que vive en Coatepeque, avisándole que su mamá se había muerto; pero hubieras visto cómo me costó entenderle lo que me iba diciendo porque no dejaba de llorar.  Me dio la dirección de la casa de su sobrina, pero como yo no le entendía lo que me estaba diciendo mejor le pedí que me escribiera todo en un papel y aquí lo traigo, mirá.

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Pude ver entonces que en el papel estaba anotada la dirección de la sobrina.  El texto únicamente decía: “Esther murió hoy”.  Mientras lo observaba sentí el vientecillo helado propio de los fines de año y hasta se me vinieron un par de recuerdos de cuando vivíamos por la Avenida Santa Cecilia, en que las calles de por ahí no estaban asfaltadas y se levantaban unas tolvaneras que se llevaban trapos, sombreros, papeles y toda clase de basuras y la gente se enojaba porque el polvo ensuciaba la ropa tendida y causaba estragos tales como llenar de polvo los pisos de las casas, por lo que había que estar trapeando a cada poco.  Y también me recordé de la Chocha Mil Amores, que era la mujer más guapa del mundo entero, y el mundo entero la cortejaba y ella se dejaba cortejar pero a nadie le hacía caso, solo se sonreía de una manera muy interesante, un poco parecida a la sonrisa de Marilyn Monroe; y a nadie le decía que no, pero tampoco le decía que sí y según cuentan las malas lenguas, ya un par de buenos mozos se había suicidado por ella, pero esa es una cosa que a mí no me consta, por lo que no puedo afirmar o desmentir nada; lo que sí puedo aseverar con toda certeza es que la Chocha dejó pasar el tiempo y cuando vino a sentir se le dejó venir la madurez contundente y poco a poco los pretendientes la dejaron de buscar y llegó a viejita y sola, sola con su soledad, cuidando a sus canarios y a sus gatos.  Y en tales recuerdos estaba cuanto me regresó a este mundo Gedeón.

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-Pues sí vos, yo venía a buscarte para que me acompañés a ir al telégrafo a poner el telegrama que le quiere mandar Papaíto a la hija de doña Esther.  ¿Me acompañás?

Le dije que estaba bueno, por lo que solo entré, le avisé a tía Toya que se había muerto doña Esther, pero mejor no le hubiera dicho nada porque se alborotó la señora, se puso a pegar de gritos y a llorar.  Tuve que prepararle una tizana para que se calmara un poco y le dije que ya regresaría, que solo iría con Gedeón al telégrafo a poner el telegrama que Papaíto le iba a mandar a su sobrina.  En cuanto le mencioné a Gedeón se le pasó un poco el susto e hizo una cara como de disgusto.  Y ya iba a comenzar con que las malas juntas y las amistades inconvenientes y lo de más allá, pero yo estaba de prisa y solo le dije adiós y me fui para la calle.

Durante el trayecto nos fuimos platicando con Gedeón al respecto de las cosas de la vida, de lo leve que es y de las enfermedades ingratas y traicioneras.  Y entre conversar de esto y de lo otro llegamos a la Oficina de Telégrafos.  El telegrafista nos recibió el documento, lo leyó y le explicó a Gedeón que le costaría lo mismo enviar el telegrama con solo tres palabras que con cinco, por lo que le sugirió que escribiera alguna otra cosa.

-¿Cómo qué? –quiso saber éste.

-Pues no sé, que le manda saludos, que lo siente mucho, que la paciencia y la resignación, qué se yo, lo que a usted le parezca mejor.

Gedeón se quedó pensando durante un momento, y tomando el lápiz que había ahí sobre el mostrador completó el telegrama de la siguiente forma:

“Esther murió hoy.  Barcelona campeón”.

El telegrafista recibió el papel, se quedó mirando a Gedeón durante un instante, se sonrió como de medio lado y se fue a hacer su trabajo.

Con Gedeón no se puede.

 

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