Adrian Zapata

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Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Por: Adrián Zapata

Siempre pensamos que ya vimos el extremo de conductas que obsesivamente avanzan en la cooptación criminal del Estado. Antes, hace ya mucho tiempo, la oligarquía guatemalteca utilizaba al Estado de manera directa, para hacer valer sus intereses, a sangre y fuego cuando era necesario. El ejército fue su instrumento. Y los Estados Unidos fue el poder hegemónico que lo permitía y promovía, haciéndolo funcional a sus intereses geopolíticos. El contexto de la guerra contrainsurgente, de baja intensidad le llamaba el imperio, creo condiciones para que los actores bélicos, en un marco de dictaduras militares, utilizaran ese poder para su propio beneficio. La contrainsurgencia les permitió actuar sin límite legal alguno para asesinar personas, masacrar comunidades enteras o bien para controlar fronteras y hacer contrabando, apropiarse de recursos del Estado en su propio beneficio y un sinnúmero de conductas delictivas, todas cubiertas por la impunidad. Así se construyeron poderes que se llamaron “paralelos”, pero que realmente no lo eran, porque eran el mismo Estado.

Una categoría de diversos usos que puede servir para definir lo que sucedió es la de “burguesía burocrática”, aquella que, para nuestros propósitos de comprensión de lo sucedido, podemos caracterizarla por “hacer uso patrimonial de los recursos del Estado”; su acumulación, original y continua, viene principalmente de allí, no de su actividad productiva hacia el mercado.

Terminada la guerra, mediante la firma de la paz, finalizó la contrainsurgencia, pero esos poderes sobrevivieron en su conducta delictiva de enriquecimiento ilícito mediante la característica ya mencionada. En la actualidad son, sin duda, mafias político criminales que continúan usando patrimonialmente los recursos estatales. La corrupción es su divisa. La reproducción ampliada de su capital proviene de los negocios fraudulentos con el Estado. Para perpetuar estas condiciones han ido cooptando la institucionalidad pública (el congreso, el ejecutivo y las cortes), lo cual resulta fundamental para tener la impunidad que su conducta delictiva requiere. Y todo esto sucede en un contexto nacional y regional donde el narcotráfico ha avanzado vertiginosamente. Éste requiere también de la impunidad para sus actividades ilícitas. Se han construido así vasos comunicantes entre ellos (mafias político criminales y narcos) que cada vez se fusionan más.

La oligarquía tradicional resiente esta cooptación, aunque eventualmente ha sido cómplice de ella, no necesariamente de manera explícita. Y es que ahora los diputados ya no responden directamente a sus directrices, ya no requieren igual que antes de sus apoyos financieros para fines electorales; ya las cortes no están integradas por los abogados provenientes de los “bufetes de la zona 10”.

El poder imperial también resiente este proceso porque el Estado guatemalteco así cooptado no es funcional a sus intereses de seguridad nacional. Antes, cuando las oligarquías “mandaban”, era más fácil alinearlas con presiones económicas, pero ahora, esas mafias político criminales no tienen esa “vulnerabilidad”. No digamos el narcotráfico.

Por todo lo anterior, es comprensible que ese bloque criminal se atrinchere y resista las presiones de los Estados Unidos y que poco les importe que los empresarios cedan y se distancien de la alianza implícita con ellos.

En este dramático contexto, la concertación nacional anti bloque criminal es una necesidad ineludible.

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