Hugo Amador Us
Escritor

Estela está por empezar a lavar la ropa que había dejado enjuagando cuando su teléfono suena de nuevo. Esta vez decide contestar. “Ojalá no sea de ese banco que como joden; ya les dije varias veces que no quiero ningún préstamo”, se dijo con gesto de enfado. Suelta el pantalón de lona que tiene en las manos. Mete la mano en el bolsillo del delantal, saca el celular y al ver que es el número de su esposo no puede ocultar su extrañeza y cierto temor. “Qué raro”, se dice, “Gustavo no me llama a estas horas; anda manejando y no tiene tiempo para estar llamando”.

-Qué tal – contesta con toda la confianza. Iba a decirle algo más pero una desconocida voz de hombre le interrumpe del otro lado. Le hablan sin mayor protocolo:

-Señora, disculpe, ¿usted es algo del señor Gustavo Mejía Ajcabon? Le llamamos de la policía.

En el lapso de segundos, Estela piensa que a lo mejor su esposo se metió en algún problema o quizás chocó el microbús. Esas cosas pasan se dice; le pasó hace un mes al marido de una su amiga. Es chofer en la Primero de Julio.

-Soy su esposa –alcanza a reaccionar ella. ¿Le pasó algo?

-Necesitamos que venga a reconocerlo. Sufrió un ataque armado. Estamos en el cruce para Ciudad Quetzal, antes de seguir para El Milagro. ¿Aló? ¿Aló? La voz insiste del otro lado.

Al fin Estela logra hablar, aturdida, apenas capaz de decir algo:

-Sí, sé donde es. Voy para allá, – dice y corta.

La mezcla de angustia y espanto no le da espacio para ponerse a llorar. Apenas se acuerda de apagar la olla que tiene sobre la estufa donde iba a cocer el caldo de res para el almuerzo de ese día. Sale al callejón y corre con todas las fuerzas que puede al Boulevard El Caminero. Ni siquiera pasó avisando a doña Matilde para pedirle que le reciba a su hijo Diego cuando regrese de la escuela. Su mente apenas puede pensar con claridad. Se sube a la primera camioneta que consigue, una que va para El Milagro. Para entonces, la noticia ya se había esparcido entre choferes de camionetas y microbuses.

-Se acaban de palmar a un cuate vos – le oye decir al brocha dirigiéndose al conductor. Fue allá en el entronque. Dicen que manejaba para Ciudad Quetzal. Fueron esos pisados otra vez. Parece que eran dos motos; eso andan contando.

En la camioneta se levantan los murmullos y exclamaciones. Los pasajeros empiezan a hablar del hecho. Surgen las especulaciones de siempre, agregando o quitando hechos sin haber visto nada. A veces las voces suben de tono para poder imponerse a un reggaetón que les aturde desde las dos bocinas colgadas en el interior de la camioneta con una monótona frase: “Muévelo mami, muévelo mami”.

Pero Estela va ensimismada, apenas conteniendo las lágrimas, deseando desde lo más profundo de su corazón que haya sido una equivocación, que de repente sea una pesadilla, que no sea real. Tal vez por eso se ha resistido a llamar a algún familiar. No quiere comunicar algo que aún no ha visto con sus propios ojos. En el fondo, se niega a creerlo. Ya desde hace más de un año le venía insistiendo a su esposo que dejara ese trabajo, que era muy peligroso, que ya han matado a varios. Pero él se resistía con el argumento de siempre: que no tuviera pena, que él había visto crecer a todos los jefes de clicas y que al él no lo iban a tocar.

Estela sigue en sus cavilaciones. En eso, la camioneta pasa frente a una venta de ropa usada y se acuerda que aún no ha comprado un par de tenis que vio ahí apenas días atrás. Esos, cabal, le quedan al Gustavo, se había dicho, son de los que le gustan. Se había asegurado que eran número 42. Ya es hora que se cambie ese par de tenis azules que carga, ya están viejos. Aunque los lave ya no se les quita el mal olor. Ojalá no los hayan vendido, se dice. Ya poco le falta para ajustar los 150 quetzales que cuestan. (Estos los damos así porque casi no los usaron, están como nuevos, le había dicho la encargada de la paca. Se los puedo guardar unos días si me asegura que los va comprar).

No le había querido decir nada porque quería sorprenderlo para su cumpleaños, en un par de semanas. Está tan absorta en esos pensamientos que casi no se percata que ya está cerca la parada del entronque. Pero hay una larga fila de vehículos varios metros antes que obligan que ella se baje y empiece a caminar los metros que faltan. Por desgracia, se da cuenta de que sus temores empiezan a confirmarse. No cabe duda de que es un crimen ya consumado. Ve la cinta amarilla que ha puesto el Ministerio Público alrededor de todo el microbús y del cuerpo tendido en el asfalto, el cual ya había sido bajado por los peritos, sólo en espera del reconocimiento previo a trasladarlo al INACIF para la autopsia de rigor. También hay dos radiopatrullas.

Hay varios curiosos que, contenidos por los policías, se conforman con estirar el cuello lo más que pueden. Otros más, en un montículo cercano, no dejan de hablar señalando hacia el microbús que quedó encunetado al perder el control. Su corazón pega un vuelco cuando reconoce las placas del microbús. “Es el que maneja el Gustavo”, se dice. Se abre paso a duras penas entre los curiosos que cada vez son más. Logra acercarse lo suficiente y está por hablarle al policía que tiene más cerca pero entonces logra ver el bulto. Se da cuenta de que la lona azul que cubre al cadáver ha tapado todo el cuerpo menos los zapatos. Entonces, las lágrimas contenidas se le vienen en borbotones cuando distingue, sin ningún temor a equivocarse, los viejos tenis azules con las dos rayitas blancas que su Gustavo se resistía a cambiar.

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