Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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Enfrentar un problema estructural como el de la corrupción no es sencillo, sobre todo cuando se ha convertido en algo que se toma como normal al punto de que al honesto se le llega a considerar baboso porque no aprovecha, como el resto, las oportunidades que se le presentan. Coincido con los que dicen que no basta el castigo para enderezar el rumbo y que tenemos que crear una nueva conciencia para rescatar valores y que combatir la corrupción demanda ir más allá de la investigación penal para centrarse no sólo en ese cambio de mentalidad sino también en el cambio de modelo de gestión que se ha impuesto en la sociedad.

Sin embargo, no se puede pasar por alto que el disuasivo más grande que puede haber para emprender el cambio es la certeza de que quien se corrompa será castigado. Cuando en nuestro país se aprobaron normas de tránsito que castigaban con fuerte multa el uso de teléfonos celulares mientras se conduce, nadie puso atención a la disposición legal hasta que empezaron a repartirse profusamente las remisiones. Lo mismo pasó con el uso del cinturón de seguridad porque, a pesar de la evidencia de que su uso salva vidas, la costumbre imperante nos hacía a todos reacios a su uso, hasta que empezaron a multarse las faltas al reglamento y ahora uno puede ver cómo se ha generalizado su uso.

Pues lo mismo tiene que pasar con la corrupción porque es una realidad innegable que los seres humanos reaccionamos cuando tenemos temor de ser castigados por algún comportamiento. Por supuesto que hace falta una comisión contra la corrupción que se encargue de revisar nuestra legislación y mejorar los sistemas de compras y adquisiciones del Estado, que no son la única fuente de corrupción en la administración pública, pero mientras tengamos un Ministerio Público y una Contraloría como la que hoy existen, podemos tener la seguridad que los ladrones seguirán felices porque ya saben que prevalece el aforismo de que “hecha la ley, hecha la trampa”, y siempre van a encontrar cómo jugarle la vuelta a las modificaciones que se hagan a los procedimientos.

Si la campaña pasada se hubiera realizado en medio de la lucha contra la corrupción que llevaron a cabo la CICIG y el antiguo Ministerio Público, seguramente que no hubiera corrido el pisto como al final corrió porque la gente estaba temerosa de ser agarrada con las manos en la masa. Pero expulsada la CICIG y puesto el MP en modo de dizque vigilancia, la tentación de volver a cooptar al Estado por la vía del financiamiento electoral volvió a imponerse, aunque fuera más modestamente.

La comisión contra la corrupción anunciada no tendrá el menor efecto si al mismo tiempo no se retoman los trabajos de investigación y se apoya fuertemente a la Fiscalía Especial Contra la Impunidad, la famosa FECI, que es el último resabio de ese notable esfuerzo que se hizo en el país. Por eso es que la clave de todo está en la asquerosa mancuerna que hacen la Contraloría General de Cuentas y el Ministerio Público, donde campea la tradición de impunidad para la corrupción de los de cuello blanco.

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