Karla Martina Olascoaga Dávila
Escritora

Sentí una gran expectativa y curiosidad cuando se anunció el estreno en Guatemala de la película Temblores, del director panajachelense, Jayro Bustamante, obra recientemente laureada en el Berlinale, prestigioso festival europeo de cine, donde cosechó triunfos y cautivó a una audiencia exigente ya que allí se exhiben sin temor ni prejuicios, verdaderas películas “de contenido”, obras que sacan a luz conflictos sociales profundamente arraigados, revelados a partir de propuestas que nacen del deseo de visibilizar individualidades que reflejan colectividades en conflicto.

En ese espacio, las obras cinematográficas recrean historias provenientes de sociedades patriarcales, complejas y sumidas en la desesperanza e ignorancia y visibilizan circunstancias en las que se han destruido vidas mutilando la esperanza o el amor sin un ápice de remordimiento. Éste es el caso de Temblores, que ofrece una propuesta donde la mutilación se lleva a cabo bajo la soberbia convicción de que la familia y la sociedad, de la mano de una congregación evangélica se abrogan el derecho de intervenir en el proceso de autoaceptación que Pablo ha iniciado. Este personaje, magistralmente interpretado por Juan Pablo Olyslager, se debate entre un matrimonio ‘de apariencia’ y su relación sentimental con otro hombre, Francisco (Mauricio Armas).

Y, en ese laberinto en el que priva el miedo al rechazo, Pablo se pierde irremediablemente, rodeado y presionado por su familia y por los prejuicios, que son la peor cara de la ignorancia y del desconocimiento. Pero vayamos al concepto ‘retrógrada’ que significa ‘que retrocede, que es partidario de ideas o instituciones políticas y sociales de tiempos pasados’. Hecha la acotación es ahora más fácil entender el título de este texto.

Y, ¿desde qué perspectiva consideramos a nuestra sociedad como retrógrada en este filme? Sencillo: el reflejo directo de lo retrógrada está marcado por las actitudes y acciones inconcebibles que se llevarán a cabo en nombre de Dios, pero de un dios muy convenientemente estructurado al antojo de deseos y opiniones cerradas, caducas, represivas, un dios que reniega de su propia creación, un dios de mentira que infunde miedo, un dios construido sobre el fanatismo, un dios que representado por cualquier mortal -que se autodenomine pastor/a- se permite cuestionar la diversidad sexual y de cualquier índole y que permite el abuso, un dios que defiende a toda costa la absurda denominación de “triologia del mal”, que las congregaciones evangélicas (que también podrían ser católicas) otorgan a temas como el aborto, la homosexualidad y el uso de anticonceptivos, temas tan visibles como presentes en nuestra sociedad. Y todo aquello o todo aquel que siquiera se permita cuestionar ese pensamiento atávico “está atacando a ese dios”: un dios ciego que está muy lejos de prodigar amor y comprensión porque sólo se centra en repartir prohibiciones, culpas y castigos.

En Temblores no sólo se están recreando las interioridades de una sociedad conservadora, se está tocando un tema de fondo: ¿cómo ve y reacciona esta sociedad ante la homosexualidad? ¿Es Guatemala una sociedad homofóbica, machista, excluyente? ¿Existe la opresión en otros niveles, no solo en lo político, económico y social? Y, en ese sentido, la película toma una lúcida distancia para ofrecernos una visión panorámica del asunto. Valientemente y por primera vez, el cine nacional toca las creencias religiosas fundamentalistas de una mayoría sin caer en la crítica directa, poniendo sobre el tapete un tema que esa mayoría se niega a ver al mejor estilo de la avestruz (que esconde su cabeza en la tierra ante lo que cree un peligro inminente y deja al descubierto el resto de su humanidad) en una búsqueda desesperada por evadir lo que desconoce, señalando impíamente y juzgando lo que amenace sus certezas bien aprendidas de memoria, nunca buscando la razón, el origen o el entendimiento aunque la situación se alce frente a sus narices. En ese maremágnum de desconocimiento e ignorancia esas numerosas comunidades creyentes realmente se ciegan y prefieren optar por la anulación del individuo al cual señalan, reprimen y “curan”, recurriendo a medios y acciones cuestionables que vulneran y violentan la esencia del ser humano, su libre albedrío y sus derechos fundamentales.

Y, en una secuencia de cuadros narrativos breves y de ambientes exquisitamente recreados, en donde se prioriza la interpretación escénica de los personajes sin perder el valor intrínseco de cada locación y espacio, aparecerán la madre, el padre, la hermana, el cuñado, los hijos, la esposa de Pablo (Diane Bathen) así como una serie de personajes aparentemente incidentales que someterán a un escrutinio enfermizo al protagonista, ejerciendo en todo momento la presión de la culpa y del ‘deber ser’ por encima del sentir intrínseco del individuo. Aquí poco importa la felicidad de la autorealización individual, los roles familiares y sociales impuestos aniquilan al sujeto y lo hacen pender de un hilo como la más humilde de las marionetas.

En esa misma línea, el clímax narrativo toca los límites de lo inconcebible cuando se nos hace partícipes -como espectadores- de prácticas comunes en el seno de una colectividad apabullante que expresa sus creencias abriendo las válvulas de sus inconformidades y dolores propios y ajenos mediante rezos, cantos, gritos desesperados y rituales que vistos desde fuera imprimen temor porque provocan en los creyentes, un claro estado de trance al cual acceden con soportes auditivos constantes y de altos decibeles (repetición de ideas preconcebidas, música con frecuencia de 95 Hertz nada casual y acorde a las circunstancias, invocaciones y todo tipo de mecanismos y herramientas) que buscan crear precisamente esos estados alterados de conciencia.

Pero volviendo al culmen narrativo, éste no se queda en la recreación de los rituales colectivos sino que rebasa toda lógica actual del siglo veintiuno cuando nuevamente somos testigos de prácticas empíricas y acientíficas que rayan en lo inhumano: en recintos improvisados y acondicionados al peor estilo de las cárceles en estado de abandono, los líderes de la congregación (no un médico) inyectan en los testículos de Pablo (y a “enfermos” con sintomatologías similares) una solución que anulará su libido y quebrará su voluntad, previa firma de una carta de exoneración de responsabilidades que exculpa a simples pastores/as religiosos de sus cuestionables, insalubres y peligrosas prácticas.

Para finalizar, cito al psiquiatra y columnista Raúl de la Horra, quien en su muro de Facebook nos compartió recientemente un video acerca de la vida de un famoso actor norteamericano, estrella de Hollywood de los sesentas, quien nos narra emotivamente el proceso de autoaceptación de su sexualidad ocurrido a la edad de 68 años, cuando nos dice que “tu sexualidad no te define como persona. A ello, Raúl añade en el encabezado de su post:

“Aceptarse a sí mismo es la clave de eso que llamamos ‘felicidad’. El actor Richard Chamberlain nos lo recuerda al hablar de su homosexualidad, que al final de cuentas tiene ontológicamente tanta importancia en la vida como la de tener pies planos o ser calvo”.

Hoy, sesenta años después de estos sucesos sociales homofóbicos que ensombrecieron la vida del actor, seguimos mirando hacia atrás con un orgullo insano y no podemos dejar de calificar a nuestra sociedad como retrógrada, porque esas prácticas sociales salen a luz a diario en la cotidianeidad y el imaginario de cientos de miles (o millones) de personas, cuando de manera prepotente e indigna irrumpen en la vida privada de un ser humano (hombre o mujer), lo señalan y juzgan al mejor estilo de la época medieval, cuando el señor feudal decidía sobre los cuerpos de cualquiera de los habitantes que vivían bajo su “protección” y dominio, en especial de las recién casadas, quienes debían pasar la primera noche de su “luna de miel” con ese “protector” que a la vez los explotaba. Entonces, cualquier indicio de rebeldía se pagaba con la vida o con la expulsión a los extramuros del castillo que, para el efecto, significaba por igual, la muerte y aniquilación social.

Sin duda, la propuesta fílmica de Bustamante abre la Caja de Pandora de las pasiones y del entendimiento humano, dejándonos vulnerables ante nuestros propios prejuicios y atavismos, en donde, bajo ninguna circunstancia podemos (ni debemos) quedar afuera.

PRESENTACIÓN

Una sociedad abierta es el sueño de toda comunidad política que se precie de ser civilizada. Un Estado así, por definición, tiene que ser incluyente. Con capacidad de integrar a los grupos humanos por diferentes que sean. Esto lo intuyó Locke en el siglo XVII, pero sigue siendo el proyecto de políticos y filósofos que orientan sus acciones y pensamientos a la realización de esa utopía que aún no alcanza su plenitud.

La propuesta cinematográfica de Jairo Bustamante, además de ser estimulante y provocadora, ejerce la crítica a través de un lenguaje en el que no hace sino describir la realidad que nos circunda y que se propone cambiar.  Animados por esa intención, proponemos en nuestro artículo central una reflexión en torno a la perspectiva que nos ofrece el director de la película.

Para ello, Karla Olascoaga, al tiempo que narra el contenido fílmico, explora sus significados para destacar las propiedades críticas en un tema que genera toda clase de sentimientos. Desde las desavenencias intelectuales, hasta la violencia que se expresa más allá del lenguaje, a través de actitudes radicalmente excluyentes. No pretendemos desde este espacio la unanimidad de criterios, sino la apertura a posibilidades de comprensión distintas en virtud del ejercicio racional.

Como en otras ediciones, ofrecemos a usted distintas posibilidades de lectura con el interés de que su paladar deguste tantos platillos como su apetito intelectual quiera para sí.  Nos damos por satisfechos por su fidelidad a nuestro Suplemento y considérenos, como nosotros lo hacemos, su cómplice y amigo en la aventura del pensamiento del que somos también partícipes.  Hasta pronto.

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