Eduardo Blandón
Uno lee en muchos lugares, principalmente si son revistas empresariales, temas relacionados con la ética en los negocios. Enjundiosos discursos, a veces llenos de moralina “opusdeiana”, sobre el valor de las buenas prácticas en las transacciones comerciales más allá de la simple buena conducta personal. Se llega a afirmar, quizá para atraer a los más inescrupulosos del gremio, que ser honesto al final puede redundar en ventaja para las utilidades del emprendedor.
Ya es un tópico de moda en esas publicaciones. Nunca se sabe si por cumplimiento de aquello de, “dime de qué hablas y te diré de qué careces”, porque es parte del protocolo para parecer gente honrada (ante todo, las apariencias), o por simplemente satisfacer a sus preceptores morales, a menudo preocupados por la salvación de sus almas semi irredimibles. El caso es que lo moral, como dicen las Escrituras, “está siempre en sus bocas”.
Por desgracia tanta prédica cae frecuentemente en saco roto. Y no se trata de ideologías o mala vibra. Tengo fresco, por ejemplo, el caso de la empresa de telefonía Claro. Si tuvieran un mínimo de decencia, atenderían el volumen de quejas que debe llegar hasta el cielo, no solo por el mal servicio que ofrecen, sino por los cobros ilegales a granel con los que engrosan su pecunio personal (el de los altos directivos, por supuesto), en perjuicio de sus clientes.
¿Cómo lo hace? Las estrategias son variadas y no dudo que las realizan con premeditación, alevosía y ventaja, aunque estoy seguro que los jefes son almas devotas de esas que asisten a distintas iglesias, quizá para limpiar su malhadada conciencia. Una de ellas, es esa de cobrar por servicios que dicen que sus clientes contratan y que cobran puntualmente en las facturas. ¿Cómo es posible? Es otro de esos misterios de los que el Espíritu Santo tiene imposibilidades de explicar.
El caso es que su factura, sin que usted lo sepa, crece cada mes, por su afición a la gastronomía, el mundo de la moda o vaya usted a saber. Usted, dice la empresa, quizá sin enterarse, contrató el servicio, “accidentalmente”, insisten, y… “pues le cargamos ese servicio”. ¿Con quién se queja? ¿Con el Estado? ¿La Diaco? Hay que estar conscientes que estamos desvalidos frente a ese leviatán trasquilador.
La empresa Claro es solo una muestra de la infamia de las grandes empresas (bueno, de la mayoría para que no se ofendan las buenas conciencias). En igual condición están los bancos, ellos son los maestros en el atraco, entidades financieras hechas a la medida del latrocinio global. Tan refinados que a veces hasta mostramos gratitud, moribundos económicamente, al borde del suicidio.
Eso sí, sus directivos saben guardar las maneras. Son elegantes, finos, de muy buen proceder. No matan una mosca. Cuando pueden, visitan el Vaticano y se alían con algún Obispo que, venal, les consigue entradas hasta la cocina de San Pedro. Dejarán su óbolo (ganado a nuestra costilla) y besarán la mano del alto clero romano. Así, regresan impolutos para seguir con esa práctica infame que algún día tendrán que pagar.