Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

post author

El cuentista se sentó a llorar. La tetilla izquierda le dolía intensamente. Así le ocurría cada vez que deseaba castigarse por algo. Nunca estaba contento consigo mismo. Más bien vivía siempre peleando con él. Para muchos piadosos esto podía ser bueno, para otros no. Para otros acaso debía ser sometido a psicoterapia. Sálvese usted con lo que pueda.

Quería ser alguien extraordinario: un narrador al precio que fuera. Incluso pagando el horrible sufrimiento enfermizo de un escritor como Tennesse Williams que se debatió en el tremendo laberinto de su soledad.

No se contentaba con ser quien era ya ¿quién le había metido entre los sesos aquel afán de figurar, de ser admirado por donde pasara, de levantar rumores a su alrededor debido quizá a una conducta acaso un poco marginal? ¿Con él llegó el escándalo?

Debido a esa pasión-ilusión que no lo dejaba vivir no disfrutaba ya con las pequeñas cosas que la vida le daba y con sus leves triunfos de aldea. Quería ser editado por Seix-barral o al menos por Planeta o Penguin. Llevar los laureles de Carlos Fuentes o de Jorge Luis Borges. Definitivamente, estaba enfermo de competencia, de desorbitada emulación con los consagrados del Premio Cervantes.

Quería publicar todo cuanto escribiera y que de inmediato ello alcanzara niveles estelares. Le faltaba la humildad de Kafka  o de César Brañas que siempre supieron que aun la obra más descollante estaba condenada a la intrascendencia del tiempo humano cuya garantía es tan frágil como puede serlo cualquier cosa destinada a nacer, crecer, declinar y morir. Si el planeta Tierra está condenado a extinguirse un día ¿cómo no la va a estar la obra del hombre?

Al cuentista le faltaba el poder situarse dentro de los límites de la condición humana: por más que Sartre haya podido saber que su nombre se ha pronunciado en todos los acentos de las lenguas del mundo, ello no significa que su nombre se seguirá diciendo y diciendo hasta el final de los tiempos. Nada, realmente, es inmortal. Lo es  tan solo en la medida en que continúe habiendo hombres puesto que son las mentes humanas las urnas donde el recuerdo de algo puede quedar impreso. Después siempre estará la nada (epistemológica) y en ella quizá finalizará toda historia o huella humana.

Alejado de esta verdad –hasta cierto punto muy cruel– el cuentista no gozaba de las cosas que sí tenía en su presente. Carpe Diem: del color de las flores que cada mañana podía ver desde su ventana y de los floridos enredos que en los barrotes de las mismas se envolvían.  

Obsesionado por la gloria no vivía la vigorosa juventud con que la vida lo había dotado. No disfrutaba del cariño de sus allegados ni del amor que nunca le había sido negado. Se confundía peleando con él mismo hasta producirse pequeños castigos fisiológicos con los que empañaba las sencillas virtudes que poseía o el poder entender a ciertos filósofos que para otros eran incompresibles. 

Por desear un enorme regalo: la vanagloria del mundo, no aceptaba simples y pequeños dones que a su paso salían espontáneos. Padecía la fiebre de la codicia por la admiración y quería acumularla aunque en ello le fuera la pérdida de la felicidad cotidiana, del pequeño detalle.

Pobre cuentista, siempre deseando y deseando. Como la coqueta y veleidosa mujer, como el amargado avaro de Moliere. Como el avaricioso y mafioso del monopolio. Todos pacientes de la fiebre de la vanidad que no permite observar la transparencia del día y el placer de una noche con un paraguas lleno de estrellas.

  Delirante grandeza.

  Paranoia.  

Artículo anteriorOír y escuchar no es lo mismo, puede ser una gran diferencia
Artículo siguienteSilenciar las armas