FIDEL US

Asegurado a una de las ramas del árbol de jacaranda cuyo follaje es bastante visible desde varias cuadras a la redonda, se mece pesadamente sujeto por el cuello, el cadáver de doña Sonia. Éste, que ya exhibe un color rosáceo oscuro, se eleva del suelo apenas unos cincuenta centímetros: para lograr elevarse se había parado sobre un pequeño tronco de encino en el que un día ella y Nelito -por ese tiempo un niño de cinco años-, habían inscrito cuando sembraron con ilusión el pequeño pilón una frase que a modo de tierno deseo rezaba: “Que el amor y la verdad siempre nos unan; mamá e hijo”.

Ya son las ocho de la mañana pero Jacinto sigue en la cama porque ha pasado toda la noche con su más cercano grupo de amigos, militares de su promoción también en situación de retiro. Habían aceptado reunirse con un candidato a diputado que les ha pedido apoyo para las elecciones del próximo año, pero la reunión se extendió a lo largo de tres botellas de ron Zacapa. La cabeza le retumba y el sudor abundante en la cabeza, espalda y entrepierna lo terminaron de despertar.  Se ha puesto de pie trastabillando aún y con la  vista nublada.

Un ruido intermitente lo hace bajar a la primera planta. La puerta principal de dos hojas de madera de ciprés se encuentra totalmente abierta y el aire que penetra con total libertad hace  rebotar sin tregua la puerta del baño de visitas ubicado bajo las gradas. Sonia debió haber salido y estará arreglando el jardín piensa. Pero que desconsideración dejar la puerta abierta refunfuña el General en el cenit de su dolorosa resaca.

La luz del sol mañanero que inunda el jardín no le permite reparar de inmediato en el cuerpo inánime de su compañera, y cuando unos instantes después logra divisar claramente el macabro cuadro, siente que el estómago se le hunde hasta cortarle la respiración y el grito que trata de emitir solo se bosqueja en un gemido sordo.

Un rato después, sin saber cómo, había descolgado el cuerpo y lo sostenía entre sus brazos tratando de controlar el llanto que lo hacía jadear intensamente, mientras susurraba: Sonia, Sonita, amor, respóndeme por favor. ¡No te vayas mi cielo! ¡Perdóname! ¡Perdóname por favor te lo suplico!

Recordó la última conversación, hacía una semana, más bien una ácida y fría discusión, en la que no hubo gritos ni alharacas de ambas partes, ella sólo formuló una terminante amenaza: debes traer de regreso a mi hijo o me perderás a mí también. Después de eso ella ya no le dirigió la palabra y ya casi no la vio en la casa. Estaba muy dolida y enojada como jamás la había visto. Ni siquiera cuando se reveló públicamente que él formaba parte de la camarilla que había desfalcado el Instituto de Previsión Militar y se vio por ello obligado a aceptar un retiro prematuro y deshonroso del ejército.

Lo de Nelito siempre lo sospechó. Siempre hubo cosas, pequeños detalles que vio en él desde que era bastante pequeño. Pero jamás quiso pensar en ello; siempre se obligó a sí mismo a esquivar cualquier pensamiento al respecto. Porque eso era imposible, no le podía pasar a su familia, a él.  La historia familiar de muchas generaciones militares imprimía un carácter incompatible con ese tipo de desviaciones, se decía. Recordó una historia escuchada, a los seis o siete años, en la cocina de la abuela, en donde se relató la muerte de un tío a machetazos en manos de hermanos y primos cuando se le descubrieron “sus andanzas”.  Por lo visto la familia siempre había vigilado a sus miembros para que no cayeran en ese tipo de descarríos, y él tastaba en la obligación de permanecer alerta.

Las señales se volvieron con el tiempo, más evidentes, un poco más abiertas, incluso se le figuró que en algunas ocasiones Sonia las aceptaba, las celebraba e incluso las incitaba. Pero él siempre se convencía a sí mismo de que no era posible esa sospecha que se hacía certidumbre en hechos nimios.

Hasta aquel día por la tarde en que había sido citado por el Capitán Gervasio Ixtup, quien siguiendo el consejo del General Cansinos debía informarle sobre un descubrimiento fortuito que hizo mientras vigilaba las actividades de un asesor en temas de corrupción que la embajada norteamericana había contratado. Esa comisión se le había encargado porque dicho asesor podía representar una amenaza para los negocios que el presidente dirigía desde la casa presidencial.

Resultó que la pareja de este experto internacional, que se confirmó después de varios días de vigilancia, era el joven Manuel, Nelito, el hijo del General Jacinto Ariza.

El no supo que decir después de la revelación que le hacía el joven oficial. Doblaba y desdoblaba nerviosamente una servilleta de papel entre sus dedos húmedos y temblorosos. Su reacción no era de sorpresa, en realidad solo se confirmaba una perenne sospecha que lo había acechado desde siempre. Lo que sentía era esa molestia y rabia de saberse en el centro de las conversaciones y sornas de los miembros de su gremio, tan dado a verse a sí mismo como un grupo muy macho, en el que cualquier desviación de la heterosexualidad era percibida como aberrante. Al menos en lo público, claro está, porque eran muchas las historias que corrían subterráneamente sobre los compañeros sentimentales de los oficiales de distintos rangos, promociones y edades. Pero el tenía que enterrar a como diera lugar la situación de Nelito, no podía permitir por el honor familiar que se difundiera más esa situación.

Esa rabia fue lo que le hizo reaccionar amenazando a Nelito para que dejara el país y aceptara irse a vivir fuera con una pensión que él le enviaría a cambio de que no le comentaría nada a su mamá.

-Te podés ir a donde querás. Por pisto no te preocupés, yo te mando.-

Pero cuando Sonia se enteró lo confrontó llamándole cobarde y le reveló que ella sabía todo sobre la vida privada y sentimental de Nelito y que no era ni delito ni nada de lo ella se avergonzaba. Así que debía traerlo de regreso inmediatamente:

-¡Es nuestro hijo! ¡Y lo que necesita de nosotros es apoyo incondicional!-

Pero él se negó y subió el nivel de presión, llamó a su cuñada, la hermana menor de Sonia que  vivía en Montevideo y a donde se había refugiado Nelito, – según le había informado directamente el agregado militar en Uruguay. El ultimátum era que si no lo echaba de su casa, él podía hacer que cesaran los contratos que su familia tenía acá con el gobierno. Y la cuñada con gran pesar tuvo que acceder, fallándole a su hermana.

Nelito y Sonia, habían sido desde siempre muy unidos. Cuando Sonia perdió a su madre por la diabetes, fue Nelito quien la ayudo a salir de la depresión en que cayó: se inscribieron al gimnasio y tomaron unos cursos de cocina que ayudaban a mantener a raya la tristeza de Sonia. Cinco años atrás habían emprendido el negocio de una cafetería que con la administración de ambos había crecido exitosamente. Por eso ella no pudo soportar esta separación impuesta por el marido y estaba desesperada por saber el paradero y la situación de su hijo, quien después de dejar la casa de su tía no volvió a comunicarse con nadie. Sonia viajó a Montevideo pero no pudo hacer nada porque el único rastro sobre Nelito fue el que le dio su sobrino: Nelito le había confiado que se iría a Buenos Aires, donde tenía un amigo que le había ofrecido trabajo y alojamiento. Pero el primo no tenía más detalles ni la información sobre esa persona.

A su regreso Sonia parecía bastante abatida y  muy desmejorada. Cada vez que el teléfono de la casa sonaba se apresuraba a contestar esperando escuchar la voz de su hijo. Ninguno de sus mensajes fue respondido, ni los enviados por  correo electrónico ni los enviados por celular. Nelito parecía haber desaparecido. Cada día que pasaba Sonia estaba más retraída, casi no comía y por las noches la escuchaba llorar en el cuarto de visitas a donde se había mudado. Pero él se decía que ya se le pasaría y no hizo nada por traer de regreso al hijo.

Ahora, habiendo perdido a Sonia, estaba convencido de que sólo rehaciendo su relación con Nelito, de aceptar a su hijo sin las restricciones que le dictaban esos prejuicios acérrimos e irracionales impuestos por el credo militar, podría  ser perdonado por su esposa, aunque fuera desde la otra vida.

La tarde caía con un sol ya bastante débil en el aeropuerto que lucía muy triste  mientras esperaba el vuelo procedente de Argentina. En tanto, él solo podía pensar en la necesidad que sentía como padre de ser perdonado por su hijo.

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