Álvaro Montenegro
Escritor
Un militar -o ex militar, para honrarlo acertadamente- me dijo que lo único que interesaba en esta vida eran las emociones. Vaya reflexión, pensé en su momento. Para entonces no soñábamos en vivir enclaustrados “en cuatro paredes”, como nos dice el autor Gustavo Bracamonte, quien recién publicó su libro de poemas “Ningún nuevo día”. Hace un año y medio habría sido un atrevimiento idiota aventurarse a imaginar un estado “de peste” a-la-Camus reviviendo los encierros y los toneles de cuerpos desparramados.
Regreso a la frase de este amigo militar pues me animo a lanzarla como respuesta a la conexión espiral que Bracamonte plantea en el poemario. “¿Cómo puedo mantenerme humano?”, se pregunta, casi al final. Se muestra ésta como una pregunta retórica que ha venido siendo explicada a lo largo del libro lleno de miedos, resignaciones y asfixias. Diría que me recuerda a los primeros meses de cuarentena en los que estuve encerrado en la ciudad de México. Hace un año nos atrapó este río oscuro que no termina de llevarnos pero en el que hemos aprendido a navegar; muchos cadáveres por ahí han quedado.
“…y queda únicamente el inextinguible soplo denso en la bolsa cerrada de la muerte… y ataúdes suben el río vertical de los muertos”, nos dice Bracamonte y veo ese polvo atragantarme secamente en el apartamento en el quinto nivel donde viví, en ese espacio en el que pensaba dejarme caer por la ventana: imaginaba las sirenas de la ambulancia, qué le dirían a mi familia, cómo llevar el cuerpo hasta Guatemala, qué proceso más largo, y regresaba al tedio, a la desesperación silenciosa. A veces salía a caminar, pues era tanto el encierro dentro de mis terrores.
“El silencio conoce a fondo la ciudad”, leo e imagino la colonia Roma, antes llena de taquerías, con las calles abatidas de hojas, nadie limpiando, las casetas de tortas cerradas, la continental Insurgentes, acallada y terminal. Casi me siento en medio de la calle vacía para guardar esta estampa como una anécdota inverosímil.
Aprendí a cocinar tal como lo relata el autor: “una infinidad de recetas, de recomendaciones, de instrucciones para improvisar la esquizofrenia”. Me siento de nuevo salpicando salsas: enchiladas, chilaquiles, tacos. Nunca había cocinado más que una pasta con champiñones. Pero en estos meses mi afición se desarrolló a tal punto que, cuando rompí la soledad y conseguí un amigo, no sé si imaginario o real, le preparé las mejores viandas, el almuerzo sucedía como un evento fundamental, el mejor del día. Estábamos, durante la comida, en esas texturas de colores y dejábamos por un rato la tierra de las pantuflas. Nos despedíamos temporalmente del estado donde: “…no amanecemos esperando la primavera, sino tocándonos para determinar si el hálito del intangible amor existe”, como dice el poeta.
Durante estos textos evoco tantos episodios agrestes, cargados de imágenes de otros poetas que se han vuelto los únicos compañeros en la habitación, en el temor al despoblado, a la imposibilidad de volver a acariciar lo cotidiano. El libro me golpea con una y otra palabra, circunvalando la experiencia del encierro que es mucho más que el aislamiento, pues es ver el colapso de un sistema económico mundial pero a la vez lo complicado de emprender cualquier otro camino: los bancos, los aviones siguen traqueteando y adueñándose de nuestras bolsas.
La nostalgia al envidiar a un gorrión que está del otro lado de la ventana. La cárcel ha dejado de ser el castigo y resulta un privilegio y la salvación. Al principio, recuerdo, había mucha voluntad de aceptar un designio jacobino de transformarlo literalmente todo, pero poco a poco vino la calma y la serenidad de que la ruleta del mercado seguiría girando.
Leo todo esto y me causa congoja. La congoja es una emoción y la emoción, como me dijo el amigo militar o ex militar, para decirlo como se debe, es la causa única y verdadera de este tránsito temporal. Por lo que, entonces, Gustavo Bracamonte, en este libro, apunta al sentido o a la idea de sentido, a pesar de constantemente evocar la nada sarteana. La sobrevivencia de la humanidad, el antídoto, reside, según percibimos al finalizar la lectura, en la poesía explayada. Y no solo en la propia sino en la ajena. Quizá, sobre todo en la ajena, y por eso Bracamonte habla con todos los poetas, los fantasmas que habitan en la psique enjaulada para que lancen luces ante los gritos de auxilio desesperado.
“¿Cómo puedo mantenerme humano?”, plantea Bracamonte y por ahí cerca deja la idea de “la imaginación mutilada”. Yo diría que él mismo nos demuestra con este libro que ni la imaginación ni las emociones han sido mutiladas durante la cuarentena.