CUARTA PARTE

Juan Fernando Girón Solares

Y así, nuestra historia llega a la mañana de Viernes Santo. Varios de los amigos de Mauricio, entre ellos Héctor Hugo y sus hermanos, habían partido muy de mañana al Centro histórico de la Ciudad de Guatemala, puesto que, a las seis en punto de la mañana, Jesús Nazareno de la Merced había dado inicio a su recorrido procesional de Penitencia, acompañado de la sagrada imagen de la Virgen de Dolores. Como Alex era muy devoto del Señor Sepultado de Santo Domingo y su imponente Procesión del Santo Entierro, este era su día tan esperado. Aún con el cansancio y la fatiga normales de la Semana Santa y de la Procesión del día anterior, a media mañana del Viernes Santo los dos amigos se encaminaron hasta las inmediaciones del Boulevard de la Asunción, para abordar una camioneta urbana, un tanto destartalada por cierto, que llevaba el número tres (3) sobre su vidrio principal y se bajaron en las inmediaciones de la Avenida de los árboles o quince avenida de la zona uno. El destino de los dos amigos: el Templo de Santo Domingo. El calor de la mañana era nuevamente sofocante. – Mirá Mauricio – le dijo Alex – Al Señor Sepultado no lo vas a poder cargar porque tendrás primero que colaborar empujando los Pasos del Via Crucis, y tenemos que conseguirte una túnica, capirote y cinturón negros, pero según entiendo la Hermandad presta a algunos devotos estas piezas del uniforme para poder participar en la Procesión; vamos a Santo Domingo y preguntamos – Efectivamente, cuando llegaron al templo Dominico, ahora recién convertido en Basílica, encontraron al gentil caballero don Roberto Yaeggy Sáenz, quien a solicitud de ambos jóvenes, regresó solícito minutos después con las piezas del uniforme, y el distintivo para Mauricio que lo convertiría en un colaborador más de la Hermandad del Cristo del Amor ese Viernes Santo 9 de abril de 1971; eso sí hubo de firmar un documento de compromiso del uso de la túnica y demás piezas del uniforme y de su devolución al finalizar el cortejo procesional.

Concluida la tarea, serían cerca de las trece horas con treinta minutos, cuando nuestros devotos cargadores acudieron a almorzar al Restaurante Chino localizado en la esquina de la séptima calle y doce avenida de la zona central, cuyo plato de la cocina oriental más solicitado por la fecha, era el “pescado frito” por la abstinencia de carne de res propia del día, arroz blanco y verduras, complementado con dos gaseosas bien frías. Al finalizar el almuerzo, la Procesión de Jesús de la Merced recorría las últimas cuadras de su itinerario, coronando el Parque Infantil Colón. A Mauricio le impactó la belleza del Nazareno, el que según cuenta la tradición “SUDA” cada Viernes Santo, ese año luciendo una hermosa túnica de color vino tino con un adorno alusivo a la Pesca Milagrosa en el Mar de Galilea y la barca de San Pedro. Héctor Hugo y sus hermanos iban en la fila derecha, por lo que Alex y nuestro personaje aprovecharon para darles una palmadita en la espalda sobre la negra paletina, deseándoles ánimo para llegar a la entrada.

Luego de santiguarse, retornaron a Santo Domingo, minutos antes de las tres de la tarde. El Cristo del Amor lucía una hermosa túnica de color verde y un adorno alusivo a “Yo los haré pescadores de hombres”. A Mauricio se le asignó el pasó correspondiente a “La Piedad”, y ya instalado con su grupo de compañeros, se despidió de Alex quien se incorporó a la fila. A la hora nona, se rezó el credo en el interior de la Basílica; el Padre Estrada impartió la bendición a los presentes y acto seguido se levantaron las andas del Sepultado. Una grata y extraordinaria impresión le originó a Mauricio, lo que concibió como una nube negra de devotos cucuruchos en la Plazuela del Templo, sin dejar de mencionar la enorme cantidad de mujeres que vistiendo riguroso luto, acompañaban a la bellísima imagen de la Virgen de Soledad de Santo Domingo. Además, el redoble complementado con el tamborón como pensó para sus adentros: “¡CÓMO SE OYE DE CHILERO!” Así, empezó el Santo Entierro aquella tarde de Viernes Santo.

Nuevamente, dos escenas conmovieron el corazón del muchacho: la primera, cuando pasaron por la octava avenida frente a la prisión de mujeres, alrededor de las cinco de la tarde. Las internas habían elaborado una bella alfombra de flores y aserrín, y entonaron un sentido canto al paso del Sepultado y de la Soledad frente a aquel centro carcelario. Posteriormente, a eso de las ocho y media de la noche, cuando el cortejo pasó frente al Palacio Arzobispal, y el mismo se detuvo por unos minutos; la gente se congregó alrededor de las andas, para interpretar el emotivo canto de –EL PERDÓN- encabezados por conocida familia, la familia Penedo. La procesión siguió su marcha por la sexta avenida. Los brazos de Mauricio empezaron a quejarse por el dolor de empujar aquella carroza que transportaba el paso, pero ninguno de sus compañeros se salió del mismo, facilitándoles en alguna banqueta, los miembros de la Hermandad una bolsita con refresco y un pan dulce para recuperar las fuerzas.

A las veintidós horas con cuarenta minutos, el Santo Entierro dominico llegó a la altura de la doce avenida y doce calles de la zona uno. En ese punto, las hermosas andas iluminadas del Cristo del Amor avanzaban entre marchas y redobles en forma solemne. Los Pasos por instrucción de los Encargados, ya no viraron sobre la doce avenida en pos del templo, sino siguieron recto la doce calle para hacer su ingreso a una bodega, donde fueron apropiadamente depositados, a la espera de poder salir la Cuaresma del año entrante. Mauricio, muy cansado pero satisfecho, entregó su negro uniforme procesional, y recibió una constancia escrita no solo de tal devolución sino de haber cumplido con su faena como colaborador en aquella procesión que le serviría para pedir su ingreso a la Hermandad y algún día poder llevar en hombros al Señor. Ya de particular, se reunieron con su amigo Alex frente a la puerta lateral de la Plazuela, y fueron testigos del momento dichoso en que las andas del Cristo del Amor, con excepción de la urna, se apagaron para ingresar a su templo; se escuchó la hermosa Marcha Fúnebre de Chopin y posteriormente la Virgen de Soledad que también retornaba en hombros de sus devotas cargadoras, a los acordes de su marcha oficial – La Soledad- ingresó a la Basílica. Así concluyó el Santo Entierro de Santo Domingo de 1971. Alex y Mauricio habían acordado el punto exacto en las inmediaciones de la Aduana Central, donde don César, un gran amigo de la familia del primero, y gran devoto del Cristo Yacente, quien residía en los alrededores de la Palmita, los esperaba para darles un “jalón” en su Volkswagen escarabajo, de vuelta a su Colonia de la zona cinco, bajo el frío de aquella despejada noche de verano; frío que contribuye a multiplicar el cansancio de un cucurucho de Viernes Santo y que contrasta con la nostalgia que para muchos implica que se han acabado las procesiones de la Semana Mayor, y será Dios primero, hasta el año entrante…

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