Violeta de León Benítez
Escritora

De algún patio lejano viene el canto de un gallo desolado. Más que canto, parece un quejido que les recuerda a los habitantes del caserío las tristes condiciones de su existencia. Casi perdidas en la montaña rocosa, olvidadas de promesas electorales y programas de desarrollo, la treintena de casitas (¿se le puede llamar casa a una galera con paredes de bambú?) se aleja cada vez más por el camino polvoriento y retorcido que viene de la aldea más cercana.

La mujer, el cabello hirsuto y la piel amarillenta, busca en la penumbra al recién nacido. El niño ha llorado casi toda la noche. La madre lo abraza y trata de calmarlo, mientras intenta detener a Otilia para que no se levante del viejo camastrón. Mama, tengo hambre. Rosa aprieta los ojos. Otra vez la niña pidiendo comida. Las palabras de la pequeña casi taladran sus oídos. Las ha escuchado tantas veces en los últimos tiempos. A veces Otilia las dice en tono de llanto; otras, exige o se duerme en el regazo de su madre, con los ojos llorosos. Mama, tengo hambre, repite Otilia, aferrada a la falda de su madre.

El marido de Rosa se levanta presuroso. Enciende una vela para alumbrarse pues el sol aún no sale. Casi a tirones despierta a Samuel. Ya tiene diez años y puede ayudarlo un poco en el trabajo. Los dos, padre e hijo, envuelven unas tortillas que sobraron de la cena y se dirigen hasta la carretera. En unos minutos vendrá el camión que los llevará a la finca. Es tiempo de corte. El café maduro debe recogerse pronto para iniciar el proceso que lo llevará, por fin, a las más elegantes mesas de Europa y Estados Unidos. Samuel y su padre nunca han probado una gota de la deliciosa bebida. Ellos, si mucho, toman café de tortilla quemada, apagada en agua medio caliente.

Esperate, m’hija. Rosa, desesperada por el llanto de los niños, deja al pequeño en la hamaca y, casi arrastrando, lleva a Otilia hasta la casa de los abuelos. Desde la puerta, llama a su madre, quien abre, un tanto extrañada por la hora. Asustada, la abuela observa la crecida barriga de la niña. Qué pasó, pues, ¿no consiguieron nada ayer?, inquiere.

Rosa, con la angustia reflejada en los ojos, explica que no obtuvieron nada. No, mama. Nadie nos quiso prestar. Todos dicen que no les han pagado la quincena y que ya casi todo lo deben. Y lo peor es que la Oti a veces llora por el hambre y a veces por el dolor. Ya le sobamos la barriga con manteca, pero no se alivia. Si no le pagan el sábado a Sabino, no sé qué va a pasar con ella. Ayer me fui a la carretera a ver si alguien me llevaba al pueblo, al Centro de Salud, pero solo pasaron unos señores y me dijeron que allá todo estaba cerrado porque había feriado. Lo peor es que yo miro que se le está hundiendo el pecho a la nena, mírela.

Las dos mujeres hurgan entre las ropitas de Otilia y descubren un extraño hundimiento en el tórax. La niña tiene poco cabello y la piel reseca. La abuela le trae un vaso de agua de masa de maíz. Hoy no hice atol porque no tenemos leña, tu papá, con eso de que se lastimó el pie, no ha podido ir a ver si consigue en el cerro.

La niña intenta beber del vaso que le acerca la madre, pero comienza a toser. De tanto no comer, creo que se le cerró la garganta. Pobrecita mi nena, y nosotros que no conseguimos dinero para llevarla donde el doctor. Aunque a veces pienso que no logramos nada con llevarla. Si nos receta medicinas, no tenemos para comprarlas. La vez pasada me dijeron que está enferma porque no le damos comida. Y qué le vamos a dar, mamá. Lo poquito que él gana no nos alcanza más que para un poco de maíz, algo de frijol y sal. Ya ve que la quincena pasada no pude comprar ni mi aceite, solo ajusté para el azúcar.

Rosa carga a la niña y regresa corriendo a ver al bebé. Está dormido. Junto a él coloca a Otilia y comienza a acariciarle la cabecita, hasta que la pequeña se duerme profundamente. Mejor que se duerma, suspira Rosa. Así no sentirá hambre y no tendrá los dolores que se sienten con el estómago vacío.

La joven mujer se para en la puerta de la casa; observa a su alrededor: el sol comienza a quemar unas cuantas matas de maíz y de tomate que sembraron en el pedacito de tierra que les heredó su suegro. No ha llovido desde hace meses.

Mejor que duerma, insiste Rosa. Que duerma y sueñe que es una niña rica, de las que viven en la ciudad. De las que tienen bonitos vestidos y zapatos de colores. De las que van a la escuela y tienen juguetes. De las que tienen mucha comida y toman leche y comen helados. No, piensa Rosa. Mejor que mi niña sueñe que es un ángel, de esos que hay en la iglesia, con sus alitas de algodón y cachetitos redondos y rosados. Mejor que se sueñe angelito, porque los ángeles comen nubes. Y nubes hay de sobra en el cielo. Sí, que sea un ángel…

 

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