Fidel Us

La sangre todavía le sale abundante, mientras su cara está ya pálida, sus ojos fijos han quedado con ese reflejo vidrioso después de que el último pálpito de vida se ha ido. Todo su rostro mostraba como último sello, ese terror de descubrir que de repente, sin imaginarlo, se llega al final, un terror que tantas veces vi antes. Te lo dije manito, te lo dije, pero vos seguiste con tus mierdas. Tal vez si ella no hubiera recién fallecido y yo no me hubiera encontrado tan triste, no me hubiera enojado tanto. Pero él seguía y seguía con la chingadera.

Lo he arrastrado hasta estos matorrales que están altos y espesos, cerca del cadáver de un gran perro que ya reventó de pudrición, espero que esta podredumbre se haga una sola con la descomposición que será este cuerpo. Ayudará también que por acá hay mucha basura. Te pido perdón Santísima, pero no pude controlar mi furia.

Hago un repaso de los hechos. Recuerdo que era un día normal, yo regresaba del trabajo, una granja avícola de Chimaltenango, allá por el kilómetro 60. Recuerdo que llovía. El agua repicaba con vehemencia las ventanas cerradas del bus, como pidiendo entrar, afuera el diluvio corría por las cunetas inundadas y hasta por la carretera misma, en arroyos color de chocolate arrastrando piedra, hojas y raíces. En algunas secciones los muros que bordean la carretera se habían desprendido y obstruían parte del carril derecho.

Pero el bus avanzaba a buena velocidad mientras la radio competía con el sonido de la lluvia recia. Una canción de Celso Piña animaba el ambiente mientras llegábamos a la altura de El Tejar. Me sentía muy cómodo en mi asiento en ese bus que estaba muy limpio y adornado. Recuerdo las bocinas relucientes y el enorme retrovisor que rodeado de una cinta de lucecitas de colores brillaba alegre. En el techo una bandera de los Estados Unidos competía con una enorme y hermosa estampa de Virgencita de Guadalupe. De repente la música se interrumpió, mientras sonaba una de Juan Gabriel, y todos vimos con atención que era porque un señor le pedía al chofer apagar la radio. La biblia en su mano me hizo temer una perorata inminente, esas predicas abusivas a las que me he ido acostumbrando en mis viajes de la capital a la granja y viceversa.

Queridos hermanos, buenos días, que el Altísimo guarde el corazón de cada uno, empieza mientras se ajusta el cuello y los puños de una camisa pulcra y blanca.

El bus se había ido llenando y la lluvia seguía igual, pero ya no era grata escucharla sin la música. La voz horrible y chillona del predicador tronaba sin descanso, invadiendo la paz de hace un rato. Me animaba pensar que esta molestia pronto acabaría, ya estábamos por San Lucas y habían sido al menos treinta minutos de chillidos, lamentos y amenazas.

En otras ocasiones había que tenido que apearme y buscar otro bus porque no lograba soportar tantas sandeces. Pero esta vez no podía bajarme, la lluvia seguía torrencial. Se me figuró que el hombre le gritaba a mi madre. Cuando empezó a decir que la devoción a la guadalupana era pura idolatría, golpeando con su biblia la imagen de ella pintada en el techo, gritando hasta desgañitarse, hermanos no sean ignorantes y pecadores, la adoración de imágenes solo hacen desatar la furia del Todopoderoso.

Fue entonces que yo me paré y le reclamé. Me secundaron otras personas y le pedimos al chofer que lo bajaran.

Yo no hubiera hecho esto, pero en el último momento, cuando iba a bajarse, en el último escalón, con una leve sonrisa burlona en su rostro cenizo, dijo: acuérdense, ella es como cualquier puta, y fue entonces que con un poderos impulso me paré y de un brinco baje detrás de él mientras el bus partía dejándonos en este paraje solitario.

Al percatarse de que lo seguía me confrontó, pero no pudo hacer nada cuando lo empujé y lo derribé fácilmente al suelo. Y cuando empezó con su voz odiosa y aguda a pedir auxilio no tuve otra opción. Sacar mi navaja, abrirla y perforar repetidas veces el riñón derecho y el hígado fue un solo acto.

Me sorprendió que después de tantos años sin palmar, sin quebrarme a nadie, todavía mi cuerpo y mi mente recordaban perfectamente los movimientos.

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