Luis Pedro Paz
Comunicador, docente universitario y poeta.

Una niña pequeña
camina de la mano de su padre

desde el pasillo
se escucha el golpeteo incesante de los dedos sobre las máquinas de escribir
una radio
y el -buenos días- de la gente que entra y sale del recinto principal

todos llevan sombrero
corbata
libretas y lápices amarillos

en el sótano
varios hombres acomodan una bobina de papel

ella observa
graba todo en su memoria

el olor peculiar
y el ruido fuerte
el olor peculiar
el olor a tinta
y el ruido fuerte el de la rotativa
que estaba funcionando

¡Allí fue donde me quedé atrapada en el periodismo!
dice sonriendo
con la vista fija en la ventana

¡Entre el olor a tinta y el ruido de la rotativa!
¡Y no me arrepiento!

Ana María me ve y sonríe nuevamente. Su gata se quedó dormida sobre el documento que necesitábamos revisar. Así es ella, dice. Ya se moverá.

Venga, vamos a preparar té.

La lata está un poco oxidada. Está cuidadosamente guardada dentro de una gaveta. El tiempo y la humedad son cosa seria. Los tonos azules y dorados ya no tienen el brillo original.

Luego de un poco de forcejeo la bisagra rechina y la tapa cede. El agua está lista, dice. Venga, venga a ver lo que pasa ahora que coloque el agua caliente en la taza. La flor se abre lentamente. Es jazmín.

Se toma sin azúcar, pero ya sé que a usted le gusta tomar veneno. Así que tenga, suba la azucarera y se mata con su propia mano. El ritual casi termina. En una pequeña bandeja de madera ordena todo. El azúcar, la taza, la servilleta y una cuchara de metal.

Arriba hay una mesa con libros y papeles. Textos de estudiantes marcados con lapicero corinto. Ese es uno de sus colores. Hay tildes encerradas en un círculo, comas tachadas, mayúsculas remarcadas, puntos y anotaciones. Los alumnos tienen un salero lleno de comas. Llenan el texto de comas. Tenemos que trabajar en eso con ellos, me explica mientras ordenamos la mesa para comer.

¿Qué trae de almuerzo?, pregunta. Su mamá cocina muy rico.

Primero toma la sopa y luego el plato que preparó mientras calentaba el agua. Come despacio, a esta hora el mundo se detiene. Las noticias pueden esperar unos minutos.

Así transcurren nuestras tardes entre semana. Ella me espera. Está atenta. Cuando la mesa está lista, la escuchó decir: vengan muchá, vamos a joder a Luis Pedro. Usualmente está en el estudio, escribiendo. Le habla a sus dos perros, ellos la siguen.

En esa sala hemos llorado y reído. Arreglamos el mundo entre la una y las dos de la tarde. A veces nos sorprende la lluvia o nos interrumpe alguna noticia relevante.

En esa sala aprendí a escuchar, escuchándola. Cada almuerzo que compartimos es un viaje a Salamanca, Granada o al río Guadalquivir. A Sanlúcar de Barrameda o a Chichicastenango. Los volcanes o las playas que tanto ama, Xela y Atitlán nos ven pasar a menudo.

Hablamos del pan y el chocolate de Totonicapán, de Maximón y de los cuentos que se inventan para los turistas. Hablamos de los pájaros que anidan en sus huipiles y de los chachales que le regalaron sus amigas indígenas antes de morir en la guerra interna.

Hablamos de las fotografías y los cuadros de su padre y de cómo su madre intentó esconder, sin éxito, los libros de Las mil y una noches, cuando ella comenzó a leer.

Hemos repasado la vida de Irma Flaquer, Ricardo Mata, Efraín Recinos, Dante Liano, Enrique Noriega y Luis Eduardo Rivera. Allí conocí los versos y las obras de los artistas que considera sus hermanos y el vínculo indisoluble que los conecta. A pesar de la distancia, a pesar de la muerte.

Esa mesa es la residencia de escritoras, escritores y artistas plásticos. Allí coexisten los textos de Raúl Zurita y Claribel Alegría, el Ulises de Joyce, los libros de filosofía y física cuántica que tanto disfruta retomar.

La conocí en 2008, en un aula de la Universidad Rafael Landívar. Desde entonces la he visto ser escritora, periodista, madre, abuela, bisabuela, directora de un diario, ministra de cultura, catedrática, amiga, compañera de camino.

Ana María Rodas
Schahrazada
la mujer
la poeta
que nunca calla.

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