Adolfo Mazariegos
Escritor y Columnista de La Hora

Carta 1

Berkeley, California, Invierno de 2019

Mi amada Atenea. Hoy, como todos los días, he sentido la necesidad de hablar contigo. Sin embargo, quizá escribirte una carta sea mejor, como siempre… ¿Sabes?, anoche soñé que conversaba con tu madre. Veíamos llover por la ventana y bebíamos vino tinto. Ella dijo que era vino barato, aunque a decir verdad yo no supe distinguirlo. Ni siquiera me preocupé por preguntar la marca —será porque sé muy poco de vinos o porque no es algo que me importe mucho realmente.

En el sueño, la noche estaba oscura (como suelen ser las noches de invierno en esta ciudad), aun así, yo podía ver los goterones transparentes que chocaban contra el césped del jardín trasero de la casa. Parecían rebotar volviendo a caer para perderse luego entre el montón de raíces blanquecinas que abundan en la tierra ya saturada de humedad. Discutimos. Hablamos de mil y una cosas, nos reímos, recordamos. Volvimos a servirnos vino y continuamos charlando. Tu madre me ofreció algo de comer, pero a decir verdad, no me apetecía. Preferí servirme otra copa mientras las horas corrían deprisa. Finalmente, nos fuimos a dormir. Ya era tarde, y estábamos cansados. Creo que pasaba de la medianoche —aunque no tengo la certeza de la hora.

En algún momento de la madrugada me desperté. Seguía lloviendo. Y en la ventana de la habitación pude ver tu rostro dibujado con las gotas de lluvia que resbalaban rápidamente por los cristales. Me sonreíste, con esa sonrisa líquida y fresca que me cautiva a cada instante, y que sigue mis pasos cuando recorro las calles y avenidas de esta ciudad.

Ahora, mientras te escribo, estoy en este local de la Avenida Durant, el pequeño restaurante del que ya te he hablado antes, el local donde suelo desayunar varias veces por semana quizá por simple costumbre. Bebo café y pienso en tu nombre. ¿Ya te ha dicho tu madre por qué te llamas Atenea? ¡Mi pequeña diosa griega! No dejo de pensar en ti, todos los días, a toda hora, por eso te escribo una y otra vez para que sepas que te pienso, que siempre pienso en ti, que siempre lo haré. Y que daría la vida por tenerte entre mis brazos y devolverte esa sonrisa tuya tan inocente y fascinante como de séptimo arte.

He dado un sorbo a mi café, que ya se ha enfriado.

Por un instante he tenido la intención de pedir otra taza, pero lo pienso dos veces. Creo que mejor saldré a caminar nuevamente para ver si sigues allí, dando esos saltitos de conejo inquieto, pisando las huellas invisibles que dejo al andar sobre esta acera que podría llevarme, subiendo la colina, hasta perderme entre los árboles y la neblina de esta mañana fría.

Me pregunto qué estarás haciendo justo ahora; qué pensarás de todo lo que te cuento cada vez que te escribo. ¿Será que has leído mis cartas o al menos las llegarás a leer algún día? Ya no se suele escribir cartas en esta época que nos ha tocado vivir, lo sé ―para eso existe ahora el Internet, seguramente pensarás―, sin embargo, yo te escribo de esta anticuada manera porque lo prefiero; ya te he escrito muchas cartas, y honestamente no sé si alguna vez te llegarán. A lo mejor decido hacer un solo legajo y lo conservo para dártelo personalmente después, quizá dentro de algunos años.

¿Qué pensará tu madre? ¿Has conversado con ella de todo esto? ¿Qué te dice ella? …, cómo saberlo…

Bueno. Creo que mejor iré a pagar por el café. Esto será todo por ahora, mi pequeña. Bajaré las gradas del local y saldré a la calle para respirar el aire más que fresco de la mañana, entrará de golpe en mis pulmones y me hará cerrar la cremallera del suéter con rapidez, lo sé. Luego me detendré un momento en la esquina de Durant y Telegraph para ver cómo instalan los pequeños puestos de coloridas pulseras de hilo que, sobre la acera, venden los nuevos hippies californianos mientras ofrecen trenzar los cabellos de las estudiantes que pasan por ahí rumbo a la universidad. Seguramente caminaré despacio, viendo los escaparates de algunas tiendas, de la panadería y de la farmacia Walgreens que me queda en el camino. Me sentaré un rato en algún lugar de la universidad a leer el San Francisco Chronicle, que ya habré comprado en una de esas cajas expendedoras de diarios que todavía quedan en algunas esquinas. De allí, aún no sé, a lo mejor baje hasta Shattuck Avenue y luego doble a la izquierda para encontrarme nuevamente con la avenida Durant, avenida en la que, como sabes, vivo desde que me mudé a esta ciudad. Tal vez entre en la librería Pegasus que está en la esquina y pase algún rato viendo libros viejos, usados, de Sartre y Camus, hasta que pierda la noción de las horas y finalmente salga para continuar el día.

Por la tarde, quizá regrese a esta cafetería y coma algún sándwich de atún o un par de tacos mexicanos, con cerveza helada, mientras veo en la televisión el partido de fútbol que han estado anunciando desde hace días (aquí le dicen soccer, ¿sabías?)… Será un partido aburrido, seguramente… Volveré a escribirte entonces, cuando vea a mi equipo perder y no pueda comentarlo con nadie más… En fin. Será, por la tarde, mi amada pequeña diosa griega.

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