Dennis Orlando Escobar Galicia
Periodista

Evoco -hasta suspirando y cerrando los ojos- los domingos cuando me llevaban a los matinées de algunos cines de los años 1966-1971: Capitol, Lux, Palace, Lido, Bolívar, Tropical y Trébol. Era el estímulo por las buenas calificaciones obtenidas en la semana y además -para mí- el relax después de haber asistido -en ayunas para recibir la hostia, en la iglesia del colegio- a la kilométrica misa de la mañana y la mayor parte de rodillas. ¡Uf! La función del cine -que era doble- empezaba a las diez y con sala atiborrada de patojos. ¡Felicidad!

Veía ansioso la primera función porque al The End daban un receso de 15 minutos, tiempo para ir a la entrada/salida del cine o seguir uno sentado para consumir los alimentos que comerciaban: gaseosas, hotdoges, tostadas, papalinas, dulcitos, poporopos, helados. Ahora me pregunto ¿por qué las películas duraban una hora o un poquito más? Es casi seguro que las cortaban para medir el tiempo y quitar aquello que consideraban no apto para niños (hasta los besos timoratos). Hoy que he vuelto a ver -en el artilugio casero- algunas «pelis» de esa época me doy cuenta que tardan más. Hago cálculos y recuerdos. Pero… no negocio el disfrute de esa época cuando se iba al cine. ¡Era todo un rito!

Ir al cine era el más deleitoso solaz y esparcimiento (un culto a la evasión, dirían los amargados y los extremistas). Si se era niño aplicado, ya se los describí: un gran «relax», un premio y un momento para comer chucherías y dar rienda suelta a la fantasía. Si se era adolescente un lugar para hacer lo prohibido: fumar, escupir, decir palabrotas y -cuando salía la Jane de Tarzán- estirarse el pito; esto era más evidente en galería y no en luneta. Si ya se era joven…pues llevar a la novia y no ver la película sino verla y oírla a ella y -si se podía- palparla. Si se era adulto: portarse circunspecto e ir con la pareja a comentar la película y degustar una taza de café con leche y un sándwich (mejor si era en el Fu-lu-sho, en las Vegas, en La Capri o en la Lido). Si se era viejecito…: pues ir a pasar la modorra.

Recuerdo que fue Papillón – protagonizada por Steve McQueen y Dustin Hoffman- la primera película que se me metió hasta el tuétano, tanto que meses después estaba leyendo el tremendo mamotreto (la obra de Henry Charriére) en que se basó el guion. Cuando la presentaron en Guatemala, allá por 1974, no me dejaron ingresar la primera vez –iba acompañado de un compañero de colegio- porque era para público de quince años en adelante. A ambos nos faltaba poco para los quince, pero para ajuste de penas éramos chaparritos y caritas imberbes. Otros más pícaros nos sugirieron ir a un cine de la zona cinco -cuyo nombre no recuerdo- y que ingresáramos a galería. Seguimos el consejo y la disfrutamos. Esa fue también mi primera vez que fui a galería. Fue así como empecé a ir al cine sin que me llevaran mis familiares.

¡Ah…el cine! Hasta el mismo Gabo escribió una crónica del asunto de añoranza. Recuerdo su título: Las tres de la tarde, hora ideal para ver cine. No se me olvida porque cuando me aficioné a ir a ver cine (así escribía el Nobel) -hasta el punto de la adicción- iba a esa hora a los nuevos Capitol, al Capri, al Lido o a los primeros mini-cines que pusieron con nombres de signos del Zodiaco- ; y como ya me empezaba la miopía me sentaba hasta adelante –cerveza escondida en mano- a disfrutar los grandes clásicos -proyectados de vez en cuando- como Casa Blanca, El doctor Shivago, Lo que el viento se llevó, ¿Por quién doblan las campanas?…

Ya para esos años (1978-1980) tenía cierto criterio cinéfilo porque había sido asiduo concurrente de los cines foros de la Facultad de Humanidades en el cine Reforma, organizados por la licenciada Margoth Alzamora (m.), en los que invitaban a expertos en cada temática de la película exhibida, así como a conocedores de cine. En ese cenáculo me solacé y me eduqué con obras de Bergman, De Sica, Visconti, Laurentis, Chaplin, Kurosawa, Fellini, Emilio Fernández…

Con el saber adquirido en el cine foro de la Usac y las lecturas de Opinión, columna de Mario Alberto Carrera publicada en El Gráfico y que contenía crítica cinematográfica, pude sin tapujos rechazar películas de mala calidad, por ejemplo: las de Capulina (ese gordo que decía: mi corazón me hace achí así), las de Batman, las de luchadores del cine mexicano y las de artes marciales; hasta una guatemalteca de extraterrestres que filmaron en Kaminal Juyú y que tuve la oportunidad –por residir en las inmediaciones -de ver la mediocridad de filmación. Con decirles que poco faltó para que otros patojos y yo fuéramos actores. Lo que hicimos fue lanzarles terrones.

El cine hasta me sirvió para -según yo- dar terapia psicológica. Recuerdo que una de las amigas «belemitas» (yo era de la gloriosa Normal) -de rejuntas con un izquierdista trabajador del Estado (del CNUS)- cuando le empezaron a talonear al novio le entró paranoia. Para relajarla la llevé a conocer Kaminal Juyú; estando en ese sitio arqueológico vio el platillo volador de madera de la película que estaban realizando y corrió gritando que los marcianos la querían secuestrar. Después la llevé al cine Reforma a ver Derecho de asilo (la coproducida por México-Guatemala) y, como llegamos unos minutos después del inicio, al ver la luz de la linterna del acomodador, gritó que la estaban buscando.

Desgraciadamente por esos años (setentas y principios de los ochenta) la represión política en Guatemala llegó al colmo, al punto que catalogaban de terrorista al que fuera emisor o al perceptor (el público) de mensajes considerados subversivos por quienes gobernaban (los militares). Los dueños de las salas de cine, por consiguiente, eran muy cuidadosos con los títulos que incluían en sus carteleras. Hubo algunas ocasiones que proyectaban películas que uno no esperaba, por lo que se entraba en dudas y uno por seguridad no las iba a ver. En más de una vez fui atrevido y asistí con demasiado recelo porque hasta se rumoró que eran trampas de las «fuerzas de seguridad» para «dar color» a los comunistas y a los antigobiernistas.

Si mal no está mi memoria, fue en el cine Cali –allá por la once avenida entre 15 y 16 calles de la zona 1- que vi Actas de Marucia, realizada por el chileno Miguel Litín y producida en México, y La historia oficial, película argentina que fue nominada como mejor película de habla no inglesa. Curiosamente en ese mismo cine –daba desconfianza porque estaba retirado del mundanal ruido del centro de la zona 1- proyectaban inesperadamente «buenas películas». Evoco que una vez –posiblemente la última que lo visité- daban una película de esas buenas –ni recuerdo el nombre- pero al llegar vi en la salita de espera a conocidos y a otros meros raros. Fue tal mi miedo que no recuerdo si me quedé o me fui. Más adelante de este cine, yendo para el parque Colón, en una esquina existió El Costumbro, restaurante abierto las 24 horas y concurrido por cinéfilos; era modesto pero servían exquisitas boquitas: huevitos de codorniz con V8, tacitas de caldo de mariscos, escudillas con cebiche…

Estas añoranzas cinéfilas afloran porque, si desde hace algunos años –por la tecnología de las comunicaciones- las idas al cine se han ido acabando, ¿qué pasará ahora con el distanciamiento social obligado por causa de la pandemia? Recién me acabo de enterar que en otros países –algunos de cultura cinéfila como Francia e Italia- donde dieron cierta apertura hasta para ir al cine, el gran público no asistió. Los pocos que concurrieron estuvieron distantes. Imagine usted como le fue a la pareja, donde ambos son amantes del cine. ¿Será que esto es la consolidación del individualismo capitalista?

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