Francisco Méndez (1907-1962), poeta, narrador y periodista. Fue poeta aferrado a su tierra y a lo de su tierra pero con visión universal. Como periodista aficionado se inició en su pueblo (Joyabaj) y en la ciudad de Quetzaltenango, a donde llegó cuando tenía 20 años; pero su profesión como tal se desarrolló a partir de 1934, cuando el director de El Imparcial, Alejandro Córdova, lo contrató como redactor para ese diario. Pronto ascendió a jefe de redacción y ocupó ese puesto hasta su fallecimiento el 11 de abril de 1962. Como narrador, Méndez es considerado criollista, por sus descripciones de sabor local, por el habla cotidiana y el enfoque de denuncia social que distingue a los miembros del grupo Tepeus. La Facultad de Humanidades de la Universidad de San Carlos de Guatemala le otorgó el diploma Emeritissimum, en septiembre de 1961.

Aquella
Fue una mujer que descansó un momento
sobre mi corazón, y se alejó.
¿Quién era? ¿qué deseaba? ¿por qué había
en el plumón sedeño de su amor
algo de las heladas invernales
y algo del austro sol?

No recuerdo su nombre ni su rostro;
De esa mujer sólo recuerdo yo
Que descansó un momento
Sobre mi corazón, y se alejó…

Las luciérnagas

Miradas de coyote
que se quedaron perdidas
en los rincones de la noche

cigarros
fumados por el diablo
son los luceros de las hormigas

últimas chispas que despiertan
en el papel quemado
de las tinieblas

¿quién puso un rótulo luminoso
en la portada de la noche?

Un duende me dijo el gran secreto
—son los farolillos
con que se alumbra el silencio.

Meditación al filo de la noche

1

Han cerrado la noche. Con candado,
con siete llaves, con cincuenta puertas,
leguas y leguas de muralla china
y cementerios y los moribundos
que suspenden un poco su faena
ora por timidez, ya por espanto,
—han cerrado la noche. Cada noche
miro desde el balcón cuando le ponen
cadenas en los pies a las estatuas
mientras se eleva el humo de los álamos
morosamente y se sacude el aire
y las estrellas tiemblan como hojas
o el cielo es una hoja volandera
que cae y cae y que no cae nunca…

Siesta

El sol vino a dormir su acostumbrada siesta
bajo los platanares

entre un rumor de hojas y roncar de chicharras
mientras el viento tiende en el suelo su poncho

cabeceó sus perezas de indio
—y se durmió como una piedra.

El riachuelo —estirándose a la sombra—
pasó a cantar una canción de cuna
al viejo dios de barro cocido

—los trinos caminan de puntillas
encima de la hojarasca.

—los árboles se hamaquean en pleno cielo azul

y el buey con el honrado mirar de un jornalero
echó su vientre a tierra

—para rumiar tranquilo
Su indigestión de sol.

A golpe de martillo

—¿Todavía sonetos? —me inquirió—Todavía.
Hay veces que, incapaz de este rodar sin freno
de los versos-vorágine, sin sentirlo, encadeno
a la vieja armonía mi moderna armonía.

Rendido, sofocado de la gran travesía
por que huye la palabra, a horcajadas del trueno
de un poema del siglo, siento que aún estoy bueno
para el absurdo beso de la melancolía.

Y, cuento mis renglones y mis sílabas. Hinco
sonoras consonantes, dulces ritmos; aprieto
los moldes, embadurno ripios, recuento, brinco

de vocal en vocal, como chico en asueto,
y en mucho menos tiempo del que se cuenta a cinco
me calzo las gastadas pantuflas de un soneto.

Selección de textos. Roberto Cifuentes Escobar

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