René Arturo Villegas Lara
Abogado y maestro

Esa mañana de diciembre se regó la noticia en todo el pueblo que el circo se había ido. Durante dos meses estuvo la carpa en el campo de basquetbol, en donde jugar era una gran dificultad porque el piso, en lugar de tierra, estaba lleno de llano de chucho y la pelota, por muy inflada que estuviera, no rebotaba. El circo vino de Tapachula, y después de instalarse por cortas temporadas en los pueblos de la costa sur, vino a parar a este olvidado pueblo que tenía fama ser aficionado a los payasos.

En uno pocos días del mes de octubre, colocaron la carpa, armaron el graderío y sembraron un inmenso poste que serviría para que los volatines hicieran sus maromas, jugándose el destino cada vez que cruzaban por el aire, ya que no ponían ninguna red que los atrapara si se soltaban de las manos. Lo primero que recuerdo de la llegada del circo fue el desfile que sacaron por todas las calles y callejones, en el que, además del conocido Pirrín, sobre la plataforma iba Manuel Telles luciendo su musculatura y vestido con un cuero de Tigre que fue cazado en las selvas lacandonas. El voceador, con un cartucho de metal, anunciaba que Manuel Telles era levantador de pesas, capaz sostener por bastante tiempo unos dos quintales en cada mano. La verdad es que el tal forzudo, lo que hacía era darle de comer a dos leones famélicos que mantenían a puros pellejos de huesos que recogían en los rastros municipales de cada lugar.

Cuando el circo se fue, toda la gente grande, y los patojos también, entramos en una especie de melancolía, pues como no había cine, la mejor diversión de todas las noches había llegado a su fin. Don Toyo les porfiaba a los operarios de su taller de talabartería que, por lo menos, Manuel Telles no se había ido con el circo, pues decidió quedarse en el pueblo para dedicarse al boxeo que había aprendido cuando vivió en el puerto de Veracruz. La mera verdad es que él no era veracruzano, sino oriundo de Puerto Madero, en el Estado de Chiapas. Lo que pasa es que durante algún tiempo estuvo trabajando en los pozos de petróleo y por eso tuvo la oportunidad de estar en los cuadriláteros de Veracruz, poniéndoles los guantes y mojándoles las espaldas a los boxeadores que actuaban en las veladas que organizaba la federación deportiva. Allí fue donde principiaron sus sueños de ser boxeador y en este pueblo vio la oportunidad de hacerlos realidad, pues aquí la gente peleaba únicamente en las cantinas, a pura mano limpia y no se sabía nada de guantes y que al final se dieran la mano y un abrazo, ganara quien ganara.

Don Toyo, que era un patrocinador de cuanta inquietud deportiva o artística existiera en el pueblo, le propuso a Manuel Telles que armaran una especie de gimnasio en el patio de su casa y que se empezara con el fomento de ese deporte desconocido, pues aquí lo más común era el juego de la pelota. Lo primero que se logró fue improvisar una perilla, utilizando una vieja pelota de cuero, que se inflaba por medio de un pitón y se trenzaba la rajadura con una cinta de amarrar zapatos. Esa pelota pendía de una tira de hule de tubo llanta que agarrada de un travesaño y de otro hule agarrado de un gancho enterrado en el suelo, les funcionó como esas perillas que se utilizan en los gimnasios de deveras y con ella adquirirían movimientos y destrezas los futuros boxeadores. Don Medardo, el hojalatero, les fabricó unas paralelas de sobrantes de hierro galvanizado que tenía en su taller y armaron un muñeco para darle y darle, que fue lo más fácil porque solo llenaron un costal con arena de río y el gimnasio quedó solo para inaugurarse. De las cuerdas para saltar no había problema, porque en la talabartería había restos de tiras que dejaban con las monturas que llevaban para reparación.

Lo primero que se hizo fue una convocatoria para quienes quisieran practicar el box. El alcalde colaboró con un bando municipal, cosa rara porque los bandos solo se utilizaban cuando había que comunicar al vecindario una suspensión de garantías; pero, lo de practicar el box era muy importante para el adelanto del pueblo. Cuando llegaron los primeros interesados en hacerse boxeadores, don Toyo y Manuel Telles le echaron el ojo a Fío Zope, el coime del billar, a un mi primo que conocíamos como Oliverio, y a Nino Cultura, que no sé porqué ni qué cualidad le vieron, porque era todo entelerido. A Nino lo conocían así porque para una coronación de la reina del barrio San Sebastián, toda la gente estaba hablando de cualquier cosa y el discurso de la reina no se escuchaba. Entonces se subió al escenario y le gritó a la gente que tuvieran cultura. Y desde esa vez todos lo conocían como Nino Cultura. Al final de cuentas, el gimnasio se oficializó y durante meses había entrenamientos tres veces por semana y los domingos, toda la mañana.

En el mes de junio se celebró el campeonato nacional de box y don Toyo trajo a Manuel Telles para inscribirlo en la categoría de peso gallo, bajo el nombre del “Pachuco Telles”, que era el apodo que le habían puesto en el pueblo por ser mexicano. Llegado el momento de la pelea en el cuadrilátero del Gimnasio Nacional, el Pachuco se lució como el mejor veracruzano y ganó un gran cinturón de plata y los que los diarios lo publicitaran como el “Montañez Telles”, por lo menos así decía El Imparcial al dar la noticia, como si en este pueblo aún anduvieran micos saltando entre los mangales. Cuando regresó, un gentío lo fue a recibir con pito y tambor y la altura del Trapiche de don Chiveco, lo llevaron en hombros hasta el kiosco del parque Barrios. El pueblo se cubría de gloria por pasar a ser cuna de buenos boxeadores.

Por supuesto que ahora, el gimnasio tuvo que recibir como a veinte muchachos que querían aprender box, aunque para cualquier evento oficial que se realizara, Manuel Telles, Fío, Oliverio y Nino, serían los representantes del pueblo. En septiembre de ese año, don Toyo se propuso organizar una velada con boxeadores de la capital y se vino a contratar a cuatro profesionales para venir a pelear a cambio de trescientos quetzales por pelea, más el hospedaje, la comida y el valor de los pasajes. La arena se improvisó en el centro del parque y don Tono Alfaro hizo el entarimado con tablas de cedro y conacaste. Por supuesto que se cerraron las cuatro bocacalles y a los vecinos la policía municipal les cobraba un quetzal por cada boleto de entrada. Cuando don Vitalino anunció la primera pelea a cuatro asaltos, también dijo que el primer combate sería entre “Nino el Parcelario” contra “Kid Dinamita”.

Lo de parcelario se les ocurrió porque Nino era dueño de una parcela en La Faja. Nino entró dando saltitos como conejo y el vecindario lo recibió con una ovación. El árbitro les advirtió que nada de golpes bajos: “solo de la cara hasta el ombligo”, les susurró con criterio de autoridad. Al sonar la campana, empezó la pelea; pero, al primer contacto, Nino recibió un fuerte golpe en la boca del estómago y quedó sentado sin aire. Lo sacaron desmayado y al tal Kid Dinamita le levantaron el brazo derecho porque había triunfado. La siguiente pelea fue para el primo Oliverio, que fue anunciado como “el cantante” Oliverio, porque él se ufanaba de tener buena voz y sería con el Veloz Misqueño. Por lo menos Oliverio aguantó hasta el segundo asalto ya que el árbitro paró la pelea por los chorros de sangre que le salían de la nariz. Cuando vino el turno del coime Fio Zope, a la gente le nació de nuevo la esperanza, pues Fío tenía fama de sacar del billar y a puras trompadas, a los que se negaran a pagar el uso de las mesas.

Fío logró llegar al tercer asalto con evidentes señales de cansancio de tanto brincar, lo que aprovechó “El solitario de Chinautla”, para darle un golpe en la quijada que lo dejó tendido en el entablado. Don Adán, el empleado de la farmacia, subió al ring y le aplicó agua sedativa en la cabeza; pero, cuando le acercó el frasquito a la nariz, Fío se estiró como si se estuviera muriendo y lo tuvieron que bajar como si era santo de procesión. Así, le llegó su turno al Montañez Telles, quien subió al ring luciendo su cinturón plateado, para pelear con el campeón de peso welter de la capital. El Montañez dio una buena pelea y aguantó los cuatro asaltos; pero, en el último, la goma le principió a hacer estragos y en un parpadeo un certero gancho lo dejo fuera de combate.

La gente se regresó a sus casas haciendo diversos comentarios sobre los resultados; pero, el más certero fue el de Miguel Alemán: “¡Nooo! Lo que pasa es que perdieron porque los cuatro son unos bolos…” Y de verdad, durante muchos años, después que el Montañez desapareció sin dejar huella, el cinturón estuvo colgado en el Bar Pénjamo, arriba de la estantería de los octavos, pues el veracruzano de Puerto Madero lo dejó empeñado por una tanda de venados.

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