José Manuel Fajardo Salinas
Académico e investigador UNAH

La siguiente reflexión se sitúa en el mundo de la ética y la política. Como se podrá captar en su desarrollo, tiene fuertes conexiones con la crisis de salud que vive la humanidad, pero a la vez, parte de un marco más amplio de aproximación. La pregunta de origen para lo que sigue es sencilla: ¿el ser humano necesita de los demás para ser feliz? La posible respuesta lleva a recordar escenarios literarios clásicos como el de Robinson Crusoe y su compañero Viernes, o más contemporáneos como Diario de un mal año, Vida y obra de Michael K., Foe (novelas del premio nobel sudafricano, Coetzze), en donde la disyuntiva base camina entre el popular dicho: “Más vale solo que mal acompañado” y la presunción de que no se puede ser feliz en la pura soledad.

Para responder a la pregunta planteada, quiero retomar un clásico paso hegeliano, que dice mucho de nuestro modo de relación humana en las figuras del “amo” y el “esclavo”. No entro en la discusión acerca de la existencia o no existencia actual del fenómeno histórico conocido como “esclavitud”, que con ropajes modernos o posmodernos—vendría, según algunos—a tener mayor presencia real hoy, que en sus épocas más declaradas y evidentes. La intención de mis consideraciones se centra más bien en la calidad de la relación que se establece entre dos figuras que representan una pareja con continuidad histórica en los modos de vida humana: el rico y el pobre, el que manda y el que obedece.

Parto, para ilustrar esta relación “amo/esclavo”, del origen de la autoconciencia: somos, existimos con consciencia personal (consciencia escrita con sc, en cuanto referida al nivel básico psicológico de “estar al tanto de”), desde lo que la sociedad, o sea, los demás, nos dicen de nosotros mismos. Por este origen social, que no se opone a que cada quien tenga derecho a su espacio de soledad personal (mismidad), no es posible desconectarse totalmente de la relación con los demás; de hecho, la propia soledad se alimenta de las percepciones, los sueños, las interacciones con los otros, que han ayudado a forjar la propia personalidad.

Hegel, el filósofo dialéctico por antonomasia, desarrolló durante su juventud (período de Jena), una categoría para referirse a esta consciencia de sí, la llamó: reconocimiento. En la filosofía contemporánea, dicha noción ha sido retomada en la forma de descubrimiento filosófico, por el también alemán Axel Honneth, que en obras como La lucha por el reconocimiento, pone en primer plano dicho concepto, para comprender y aprovechar las ventajas de este abordaje en los procesos emancipatorios humanos.

Ahora bien, ¿qué significa ser o no ser reconocido? Hegel utiliza dos imágenes para explicarlo: en primer lugar algo tan habitual como el saludo; al encontrarnos con alguien que conocemos, tenemos la natural tendencia a expresar con un gesto o una palabra, la buena voluntad que hay entre ambas partes, así, decimos “buenos días”, “buenas tardes” (o previo a las restricciones de saludo provocadas por la emergencia actual, nos dábamos un beso o nos estrechábamos las manos). Y otra imagen, que ahonda el significado de la anterior, es la profunda aspiración de aprecio que esperamos de las personas a las que consideramos valiosas.

Estas imágenes son de fuerte hondura, pues acompañan toda la vida humana. Explanado desde su vertiente negativa, piénsese en el fuerte calado que implica el no ser saludado o el no ser valorado por aquellas personas que estimamos. Las derivas psicológicas de ser o no ser reconocido, tienen amplias y sólidas argumentaciones que señalan su valor desde la pedagogía clásica y contemporánea. A la vez, y desde una psicología positiva, saludar y ser saludado, amar y ser amado, son formas de reconocimiento que elevan la confianza y el optimismo vital, sea de modo individual como colectivo.

Ahora bien, y apegado a su tendencia dialéctica, Hegel hace un examen de los momentos contradictorios de las relaciones humanas y de su síntesis. Así, afirma que toda relación humana conlleva, desde la más básica hasta la más elevada situación de afectos, un mutuo poder de reconocimiento. Y es aquí donde la ética se encuentra con la política, pues se pasa de la estima psicológica al estrato de las relaciones de poder, tanto en los modos más personales como en los de rango más social.

Como el rostro bifronte del dios Jano, el afecto y el poder se entrelazan en las dos caras de la misma moneda, de tal modo que todas y todos requerimos ser reconocidas y reconocidos, y simultáneamente reconocer a los demás. No es viable una sola ruta, ya que significaría un sobrepujamiento de nuestra autonomía o de nuestra dependencia de los demás. Esto es, o niños de pecho (necesariamente dependientes del entorno) o autócratas absolutos del plexo de relaciones circundante.

Y a esta altura de la reflexión, ingresa como línea argumental, un elemento ilustrativo de lo dicho, y que además es de reciente actualidad: la película Parásitos. En la trama de dicha producción cinematográfica, los personajes hegelianos aparecen soberbiamente representados. Dos familias, una pobre y otra rica, estrechan relaciones de un modo casual y llegan a un desenlace fatal para ambas.

Para efectos de la dinámica “amo/esclavo”, la situación exhibida en la escena más recia y dramática de toda la cinta, expresa lo que Hegel entendía como el no reconocimiento: si en una relación humana, una parte se da el derecho de oponerse a la otra, no reconociéndola, e incluso agrediéndola hasta el límite de acabar con su existencia, es porque el otro viene a ser tan importante para el propio reconocimiento, que no hay más alternativa que eliminarlo. Esto es tan trágico como real, ya que en la escena referida, esta era la acción más lógica y contundente por parte de uno de los dos cabezas de familia. Dicho con otras palabras, el jefe de familia asesinado (oponente), representaba para el que ejecutó la acción de matar (velado opositor), una agresión o una distancia social insalvable, y por eso mismo, este no tuvo más remedio que liquidarlo.

En la presentación escénica de Parásitos, es admirable que la forma estética utilizada para destacar el no reconocimiento haya sido un elemento no percibido directamente por el que ve la película, este fue: el olor. Gracias a las alusiones al peculiar olor de la gente pobre con la que interactuaban, la familia pudiente reafirmó continuamente su distancia (no reconocimiento) del velado oponente. No fue nada extraño entonces que, reafirmando el argumento del párrafo previo, haya sido un gesto de disgusto por el olor característico del pobre, el desencadenante de una reacción aparentemente desproporcionada por parte del jefe de familia que ejecutó la acción violenta contra el otro. Para el que desconoce el mecanismo de no reconocimiento, explicado y ejemplificado en estas líneas, esta lógica podría quedar oculta o asumida de modo inconsciente.

Un aporte más en la dialéctica del amo y el esclavo, viene a ser la inversión de roles propuesta por Hegel, que al seguir argumentando, muestra cómo en realidad el amo depende profundamente del siervo, que es su proveedor de bienes y servicios; así, el siervo en realidad es quien sustenta toda la relación, convirtiéndose en el verdadero amo o señor. De esta manera, el señor o amo original queda como dependiente absoluto, y el siervo, como el auténtico eje de dicha relación social. Esto también se visibiliza en Parásitos, cuando en frases o escenas, se revela la ingenuidad o amable complacencia de los que supuestamente mandan o son patrones de la servidumbre; y como contraparte, la astucia y habilidad social de aquellos considerados como pobres o desprovistos de capacidades.

Este argumento es útil para considerar las relaciones de poder entre las clases sociales, y además, para comprender que toda relación humana conlleva relaciones de poder, donde lo irónico es que no hay posiciones absolutas, ya que dependiendo de los supuestos de partida, los roles pueden variar, haciendo que quien presume de estar en posición superior, resulte rebajado al piso inferior; y que quien ocupa la escala baja, de repente ascienda al tope del estándar social. La máxima bíblica retorna renovada: “Quien se enaltece será humillado, quien se humilla, será enaltecido”.

Y concluyendo, con una respuesta a la pregunta inicial: efectivamente, no podemos prescindir de los otros para la propia felicidad. Todas y todos nos necesitamos. Y en esta necesidad de reconocimiento van conjugadas las afecciones y los juegos de poder, como parte de un binomio con el cual hay que saber lidiar, a efectos de saber equilibrar la propia autonomía con la dependencia obligada y obligante que tenemos de los demás.

Esta respuesta, que por genérica no deja de ser apegada a lo que nos ofrece la dialéctica del amo y el esclavo, invita a reconsiderar cómo la emergencia de salud de la actual pandemia, podría trastocar las posiciones de poder de las mayorías y minorías sociales a escala global. Las formas de reacción estatal, en ciertos casos tardías, desenfocadas o poco atentas al bienestar general, y en no pocos casos más atentas a moderar el impacto económico actual o subsecuente, podrían generar un nuevo tipo de consciencia, donde las mayorías afectadas por el poco afecto real del que son objeto, interpreten esto como una falta de reconocimiento, y de acuerdo a sus posibilidades de reacción, se sientan movidas a escenarios de violencia social en contra del oponente más visible, el aparato estatal ineficiente para frenar la multiplicación de los contagios y sus dolorosas secuelas.

Lo dicho en el cierre de esta reflexión, anima a seguir explorando nuevos puntos de vista que conecten las razones éticas y políticas en la contextualidad contemporánea, pero ello será motivo para otra redacción.

PRESENTACIÓN

Luego del merecido descanso de Semana Santa, regresamos en nuestra edición de hoy con la propuesta filosófica de José Manuel Fajardo Salinas en su esfuerzo por analizar, “Parásitos”, a la luz de las ideas de Hegel.  ¿Puede decirnos algo el pensador alemán sobre la puesta en escena de Bong Joon-ho?  Nuestro colaborador cree que sí.

Efectivamente, el profesor de filosofía explica que la cinta establece claramente las relaciones dialécticas presentes en nuestra conducta humana, siempre en movimiento, y los juegos de poder característicos de una naturaleza en permanente lucha de contrarios.  El filme mostraría, asimismo, la constitución dinámica de sus actores alimentados por la necesidad de reconocimiento en su deseo por afirmar la propia identidad.

Así, nuestro filósofo, echando mano de Friedrich Hegel y Axel Honneth, nos devela un cuadro que nos remite a la contemplación metafísica de una película de aparente (y exclusivo) consumo lúdico.  El texto vale la pena porque su estudio eleva de categoría una representación que puede pasar desapercibida, o bien por el brillo de la superficie, o bien por la densidad de su universo simbólico.

Fajardo Salinas, en una especie de conclusión, dice lo siguiente:

“Todas y todos nos necesitamos. Y en esta necesidad de reconocimiento van conjugadas las afecciones y los juegos de poder, como parte de un binomio con el cual hay que saber lidiar, a efectos de saber equilibrar la propia autonomía con la dependencia obligada y obligante que tenemos de los demás”.

Más allá de la filosofía, le recomendamos los textos de Luis Eduardo Aute, Santos Barrientos, Hugo Amador Us y Francisco Blandón.  Las propuestas están impregnadas de una racionalidad distinta, menos convencional, pero con el mismo interés por descubrir a través de lo alternativo lo que permanece oculto a la vista.

Muy feliz lectura.  Hasta la próxima.

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