Mario Martínez Chuy1

La cuenta regresiva se nos rompió abruptamente, las circunstancias obligan al cucurucho a terminarla antes de ni siquiera empezar a saborearla. Se nos niega la posibilidad de estar en el único movimiento en que cabemos todos. Esta cuaresma se nos ha hecho lenta, casi imposible, no llegará el tiempo en que nos sentimos uno y en que la familia, la de sangre y la extensa, la de los amigos, se convoca y saluda.

Y allí vamos, en fila de a uno, caminando sin cortejo y sin saber a dónde, relativamente ordenados y motivados por un innumerable suma de objetivos y convicciones. Los cucuruchos van allí, aquel que es rojo y el crema, el chairo y el facho, el patrono y el obrero, el artista, el médico, el militar y el militante, el viejo: veterano de mil batallas y el joven: novato imberbe que se aplica mitad entusiasmado y mitad absorto a la fiesta. Todos nosotros convocados por el morado que nos iguala, con el sentimiento que nos hace uno, participes etéreos esta vez, en la que sin duda alguna es la manifestación religiosa y cultural por excelencia de este país.

Y pues ahora que hacemos, se nos quita la esencia de nosotros mismos, se los corta la posibilidad de llevar al niño de la mano, de seguir el paso cansado del anciano, se nos veda la posibilidad de conversar con el amigo, de criticar un adorno, de disfrutar una marcha, de aspirar el incienso y el corozo; se nos cercena, allí, cerquita del corazón esa vena que palpita a ritmo de redoble y se nos asfixia, allí en donde respiramos a golpe de timbal, la ilusión de un turno que no será; pero sobre todo se nos impide convivir en unidad, por una semana en que las calles son tomadas por los habitantes de la ciudad, para sentirse pueblo.

Se nos escinde en el tiempo que usualmente contamos al revés y que nos recuerda día a día a lo largo de una semana y algunos domingos más, de dónde venimos y que continuamos siendo lo que somos en Semana Santa y ahora más que nunca; esa semana en la que nos abrazamos todos, desde lo religioso, lo antropológico, lo musical y lo culinario, en esa totalidad que nos dibuja como sociedad y que aparte de mentalidades, credos e ideologías, abre sus brazos año con año con un preámbulo de cuarenta ansiosos días para acogernos; porque en ella, en esa semana que es nuestra, cabemos todos.

El cucurucho, ese personaje indescifrable, raro y en alguna medida pintoresco, tiene una y mil caras: son esos rostros de desconocidos que paradójicamente nos son conocidos, esas fisonomías que reconocemos cada año en esa época que nos regocija plenamente y que nos hace sentirnos participes de una procesión. Es una íntima satisfacción y un recto orgullo, el tener la posibilidad de ser partícipes y piezas de una Semana Santa, no sé si la más bella del mundo, pero si la más colosal, porque nos incluye a todos y es la que se conmemora en Guatemala.

Y bueno, ahora que hacemos… buscar consuelo en una marcha fúnebre que salta de una bocina más triste que nunca, porque no hay banda en la calle; encontrase con los perfumes que no huelen a nada, porque no hay incienso ni corozo, contemplar el abrasador asfalto de una mañana de jueves, porque no hay alfombra que lo vista y lo engalane; almacenar la túnica, doblar la paletina y guardar la madrileña y así salir a encontramos con la nada, pues los amigos y la familia no están en la calle, celebrando la Semana Santa. Si, escribo celebrando, pues la Semana Santa es fiesta, y fiesta de carácter nacional, con jolgorio y feria, con abrazos y besos, risas y bromas, con encuentros y también desencuentros, con música y comida; y que como toda fiesta es motivo de bienestar unificado y presencia de quienes queremos, y el cariño a las cosas que amamos.

Y que hacemos ahora, si nos quitan la Semana Santa, esa que una muchedumbre espera, una multitud que vive la ansiedad de su llegada y que ahora no será. Esa que es perfecta sintonía de corazones que rebozan sangre lila; una flor, un incensario que despierta, un cartabón que nos acaricia el hombro al señalar el alto, es la agonía de una cuenta de tiempo al revés, acercándonos cada vez más a la explosión de color y olor que se nos regala cada año.   Es un sol que calcina, el olor del corozo, del nardo y del trébol, un chubasco que nos sorprende, una alfombra que se tiende a los pies de El Señor; es el sabor de la sazón criolla, un súchiles en fraternal tertulia o un reparador chinchivir de receta casi mítica; es el sonido de la matraca que llama al silencio y la sonora presencia de las marchas.

Nos quitan, los motivos sobran aquí, la felicidad manifiesta en los rostros de los cucuruchos, silencian la conversación en los atrios y en la nostalgia del cucurucho que está lejos, legionarios que esta vez no vendrán. Se nos niega, la ocasión del encuentro y reencuentro de los amigos que compartimos lo mismo, cada año igual y sin embargo cada año distinto; cucuruchos todos que, a pesar de las diferencias y distintos uniformes, les une el sentimiento único de ancestral celebración, con corazón eternamente morado.

Y si, estamos devastados, por no hacer lo que nos gusta, estamos sentidos en lo íntimo, pues este año dejaremos de sentirnos uno, dejaremos de experimentar esa magia de convivir, de cooperar y llevar un anda adelante, como una metáfora eterna de nuestro país, en donde si alguna vez nos pusiéramos de acuerdo y con los timoneles correctos y capacitados, avanzaríamos mejor.

Nos lo quitaron, nos despojaron de todo; pero allí estaremos, es más estamos contando ya los días para el año venidero, en una espera que ahora será kilométrica, pero que asumiremos con la resiliencia que los cucuruchos tenemos, sabedores que aunque esta vez nos quedemos en casa, confinados en la tristeza y la nostalgia, nuestra Cuaresma y nuestra Semana Santa, revive allí, en donde todos cabemos, en la herencia familiar que cultiva la devoción y la participación en esta ceremonia anual que permanece y subsiste por la identidad y que pervive en el patrimonio, ese que no se ve, pero que todos sabemos que está allí y que sin ser la vida, es parte fundamental de la misma.

El cucurucho esta temporada, estará día a día echando de menos lo que no fue: aquellos mágicos días en que mi ciudad rebosa de gente. Aquellas jornadas en que se apelmaza la masa, aglutinándose en un sentimiento impar; tiempo en que el país despierta y resucita en una devoción colectiva; que se dibuja y reinventa en un trasmundo inexplicable; época en la que mi Guatemala se palpa en una dicotomía de sentires, en un calidoscopio de mil y un colores, en una calle de tres o más texturas; en una cocina de decenas de sabores; en un atrio de gala ataviado. Días en que reina ese esplendoroso mutismo que explota en oración si se pone un poco de atención y se logra oír el silencio, aquel que cálidamente se convierte en plegaria y que se corta con la fúnebre concordancia de una marcha, o que simplemente cumple con la cita de identidad de cada año, más allá de lo que creemos y lo que pensamos. Pero como siempre, el cucurucho en esta Semana Santa, que no fue, estará imaginando ya y preparando desde ya lo que se viene, así ha sido y así será, una espera que por ahora esta llena de nostalgia, pero que explotará en vivencia, color y olor en poco mas de un año, el cucurucho no volverá a las calles, por que en el fondo nunca se ha ido, siempre esta, siempre se queda.

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