Hugo Gordillo
Escritor

Las escuelas abaciales, monásticas y catedralicias de “studium generale” ya no son suficientes para educar. Durante el Renacimiento se convierten en universidades. Unas, encabezadas por estudiantes que contratan maestros; otras, lideradas por profesores que ofrecen sus conocimientos. El humanista, rico o pobre, laico o religioso, profesional o comerciante, se va formando entre la escuela y la universidad. Por su parte, los artistas modestos, considerados como artesanos superiores, proceden de la orfebrería, denominada la escuela de arte del siglo.

En los talleres, la enseñanza teórica se abre paso frente a la enseñanza práctica con fundamentos de geometría, perspectiva y anatomía. Los estudiantes buscan los talleres de los mejores maestros y entran como mano de obra barata. Grupos de jóvenes abren sus propios talleres o maestros y discípulos se asocian, hasta que se individualizan. Los humanistas pasan a ser la primera clase privilegiada por su intelectualidad, con la que aspiran a la propiedad y el rango. Se alían a la burguesía y se apoyan en los artistas para la expansión de sus ideas. También se vuelven críticos de arte.

Aunque la escolástica va al rincón de los chunches viejos, el sentimiento religioso sigue vivo. Conocimientos científicos como los de la redondez de la tierra que gira alrededor del sol, invenciones como la imprenta y descubrimientos como el del Nuevo Mundo confirman la idea central humanista de que el hombre es la medida de todas las cosas. Está hecho a imagen de Dios, tanto que puede llegar a ser un dios creador. Así, el movimiento renacentista florece en Florencia, Italia, como heredera del mundo clásico con un naturalismo de rasgos científicos y metódicos que hacen de cada obra un estudio de la naturaleza.

La “Nueva Atenas” se erige gracias a poderosos como los Medici, fundadores del “Banco de Dios” que con una mano recogen el dinero de las iglesias de Europa y con la otra gastan en el mecenazgo de artistas en concursos abiertos. En la arquitectura, todo empieza con la Catedral gótica de Florencia abandonada por falta de una cúpula, la cual es construida por el estudioso orfebre Filippo Brunelleschi, que le da a la ciudad un lugar sagrado, inaugurado y consagrado por el mismo Papa. Se vuelve tan famoso que es el primer artista sobre quien se hace una biografía, solo reservada hasta entonces para príncipes, héroes y santos.

La arquitectura se desarrolla con iglesias de hasta tres naves y columnas clásicas, templos de cruz griega y latina (solicitadas por gremios, cofradías o familias ricas) así como palacios papales y ducales. En escultura, Donatello irrumpe con su talla en metal del David joven desnudo, producto del estudio anatómico, en un momento en que la sodomía era castigada. Lorenzo Ghiberti construye la Puerta del Baptisterio de ocho toneladas con altos, medios y bajos relieves de motivos religiosos. De la obra, Miguel Ángel dijo que esa merecía ser la puerta del cielo.

En la pintura se aplican los principios básicos de la perspectiva que da la profundidad a los cuadros, incluido el autorretrato. Las obras renacentistas transitan del reposo al movimiento en imágenes de tres dimensiones. Finalmente, Miguel Ángel y Da Vinci introducen la atmósfera, llamada también “esfumato” por ese aire que desdibuja y difumina o altera los colores. El dibujo y el color son la base de la pintura, ya sea que el dibujo guíe al pintor o que el color eclipse al dibujo.

En el nuevo canon estético, la obra de arte es una unidad indivisible en la que el espectador abarca todo el espacio, de acuerdo con la perspectiva central, así sea la obra de carácter histórico, retrato de vida burguesa cotidiana, tema religioso o profano. La pintura desemboca en el muralismo que abarrota palacios e iglesias, como la Basílica de San Pedro, en Roma, donde Miguel Ángel estampa el sello de su genio. Para entonces, los religiosos tienen más poder económico que muchos príncipes y la corte papal se asemeja a la corte de un emperador.

Cristo deja, nuevamente su condición de mártir y se erige como emperador de la iglesia, la Virgen no llora frente a su hijo muerto o mira al niño Jesús como a cualquier mocoso. Todo como reflejo de una sociedad y un arte que se dominan a sí mismos, sujetan la espontaneidad y el éxtasis. Cuando el rico se asienta como coleccionista, surgen el comerciante y el especulador de arte, justo cuando el artista ya es un trabajador intelectual libre ascendido socialmente por sus grandes honorarios.

El público del arte, que pasa a ser más encopetado, deja de hablar de las obras para mencionar al artista, con un tácito entendimiento de la propiedad intelectual. Es muy común escuchar a un poderoso decir tengo un Botticelli en casa o regalé un Da Vinci, como el otro lado de la moneda histórica en que los influyentes usaban a los artistas para agrandar su nombre. Carlos V recoge el pincel que bota el veneciano Ticiano y asegura que nada es más natural que un maestro del arte sea servido por un emperador. Pese a su genialidad, a Miguel Ángel no le gusta que lo llamen pintor o escultor, sino por su nombre, pero la gente ya no puede nombrarlo más que como “el divino”.

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