A la señora de Francueil

Esta carta constituye el primer testimonio que se conserva de Rousseau
acerca del abandono de sus hijos. En esta época acaba de abandonar al
tercero. Tras el éxito fulminante del Discurso sobre las ciencias y las artes,
debe afrontar las refutaciones que publica el Mercurio; la disputa alcanza su
apogeo en 1752, revelando sus cualidades como polemista. El año 1751 es
también el de su “reforma”; rechazando toda sinecura, rompe ostensiblemente
con el mundo y se hace copista de música. A su corresponsal la conoce
porque su marido fue un buen amigo de Rousseau y un compañero de estudios,
lo cual explica el tono familiar de esta carta donde Rousseau considera
que la mejor defensa es el ataque.

En el siglo XVIII el abandono de los niños era una triste realidad; en torno
a 1750 las estadísticas reflejan un fuerte incremento de hospicianos y las
inclusas de París reciben anualmente casi al veinte por ciento de los bautizados,
una proporción que se doblará con creces hacia 1772.

París, 20 de abril de 1751

Sí, señora mía, he dejado a mis hijos en el hospicio de los
“Niños Encontrados”. He delegado su manutención en el establecimiento
erigido para ello. Si mi miseria y mis males me despojan de poder cumplir
con un cuidado tan querido, esto es una desgracia por la que se me ha de
compadecer, y no un crimen que reprocharme. Les debo la subsistencia y
se la he procurado mejor, o cuando menos con más seguridad, de lo que podría
habérsela dado yo mismo. Esto prima por encima de todo. Luego viene
la consideración hacia su madre, a quien no es necesario deshonrar.

Vos conocéis mi situación, cada día gano el jornal a duras penas; ¿cómo
podría alimentar así a una familia y, si me viese obligado a recurrir al oficio
de autor, cómo sería posible que las cuitas domésticas y el trajín de los niños
me dejaran la tranquilidad de ánimo necesaria para hacer un trabajo lucrativo?
Los escritos que dicta el hambre no reportan casi nada y esta fuente
pronto se agota. Habría que recurrir entonces a las protecciones, a la intriga,
al tejemaneje, pretender algún empleo vil y hacerlo valer por los medios
ordinarios, de otro modo no me sustentaría y enseguida me vería despojado
del mismo, en definitiva entregarme a todas las infamias que tanto me espantan.
¡Alimentarme a mí, a mis hijos y a su madre con la sangre de los
miserables! No, señora, más vale que sean huérfanos a que tengan como
padre a un bribón.

Abrumado por una enfermedad dolorosa y mortal, no me cabe esperar
una larga vida. Aun cuando pudiera mantener mientras viva
a estos infelices destinados a sufrir un día, pagarían caro la ventaja
de haberse visto cuidados con una mayor ternura de lo que puedan serlo
donde se hallan. Su madre, víctima de mi indiscreto celo, cargada con su
propia vergüenza y sus propias necesidades, tan valetudinaria como yo y
aún menos capaz de alimentarles que yo, se vería forzada a abandonarlos a
sí mismos, y no veo para ellos sino la alternativa de hacerse limpiabotas o
bandidos. Si al menos su estado fuera legítimo, podrían encontrar recursos
con mayor comodidad, pero ¿en qué se convertirán si portan a la vez el
deshonor de su nacimiento y el de su miseria?

Me diréis que no me ha casado. Preguntadle a vuestras injustas leyes,
señora mía. No me convenía contraer un compromiso eterno y nunca se me
demostrará que deber alguno me obligue a ello. Lo cierto es que no he hecho
nada en tal sentido ni tampoco quiero hacerlo. No hay que procrear
hijos cuando no se les puede alimentar. Perdonadme señora, la naturaleza
quiere que se les procree, dado que la tierra produce para alimentar a todo
el mundo, pero es el estado de los ricos, es vuestro estado el que roba al mío el
pan de mis hijos; la naturaleza quiere también que se atienda a su subsistencia
y eso es lo que he hecho; si no existiera un asilo para ellos, cumpliría
con mi deber y me resolvería a morir de hambre antes que no alimentarlos.
¿Acaso la expresión “Niños Encontrados” os dé a entender algo así como
si uno encontrase a estos niños en las calles expuestos a perecer si el azar no
los salva? Tened por seguro que a mí me horroriza tanto como a vos el indigno padre que pudiera incurrir en esta barbarie, la cual queda demasiado
lejos de mi corazón para que me digne a justificarla. Hay reglas establecidas,
informaros al respecto y veréis que los niños sólo salen de las manos de
la comadrona para pasar a las de una nodriza. Sé que estos niños no son
educados con delicadeza, tanto mejor para ellos, así se vuelven más robustos,
no se les da nada superfluo, pero tienen lo necesario, no se hace de ellos
unos señores, sino campesinos u obreros; no veo nada en esta manera de
educarlos que yo no eligiese para los míos si yo fuera el tutor. No los predispondría
mediante la molicie a las enfermedades que procuran la fatiga y las
inclemencias del tiempo a quienes no están hechos a ellas; no sabrían bailar
ni montar a caballo, pero tendrían unas buenas piernas infatigables. No haría
de ellos ni autores ni oficinistas. No los ejercitaría en el manejo de la
pluma, sino en el del arado, la lima o el cepillo, instrumentos
que hacen llevar una vida sana, laboriosa e inocente, de los que nunca se
abusa para hacer el mal y que no granjean enemigos haciendo el bien. A
esto quedan destinados por la rústica educación que se les da. Ellos serán
más dichosos que su padre.

Me veo privado del placer de verlos y jamás he saboreado el placer de los
abrazos paternos, ¡desafortunadamente! Como os he dicho, no veo en ello
más que un motivo para tenerme lástima y los libero de pasar miserias a
mis expensas; así quería Platón que fuesen educados todos los niños en su
República, que cada cual ignorase quién era su padre y que todos fueran
hijos del Estado. Mas esta educación parece vil y baja, he ahí el gran crimen
que os importuna tanto como a los demás, sin ver que secundando
siempre los prejuicios del mundo tomáis por deshonor del vicio lo que no es
sino el de la pobreza.

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