Hugo Gordillo
Escritor

El clero se hace terrateniente por la gracia de la nobleza medieval y se enriquece, por la gracia de Dios, explotando siervos bajo la regla de San Benito: “oración y trabajo”. Tanto rezo y tanta chamba que, en época de fiesta, los iniciados en la vida monástica no participan de grandes banquetes, sino que ayunan por temporadas con la panza pegada al espinazo. Pero el enriquecimiento de los monasterios se explica fundamentalmente por las penitencias, las ofrendas y las donaciones de quienes quieren alcanzar la recompensa celestial o, por lo menos, evitar ir al infierno.

Finalizado el primer milenio de nuestra era, Europa todavía vocifera sobre el fin del mundo, lo cual no ocurre, pero con la creencia arraigada en la condenación eterna que los monjes remachan a diario. Disuelta la sociedad cortesana y extinto el poder centralizado, las ciudades se marchitan y el mercado se agota. Los conventos florecen en el campo bajo el cuidado de los ministeriales, siervos con posición de poder que integran los ejércitos mercenarios de Dios. En los pequeños huertos de sus grandes extensiones de tierra, nada más producen lo suficiente para alimentar animales racionales e irracionales, sin mayores excedentes, mucho menos para comerciar.

La construcción de templos románicos en los lugares más recónditos confirma que la divinidad es rural. La arquitectura varía un poco, según la extensión de cada reino cristiano y sus influencias, pero toda ella es arcaica. Cada pequeña ciudad de Dios en miniatura es de piedra, con forma de cruz latina. Uno o dos campanarios y ventanas pequeñas entre los macizos, por donde apenas entra la luz divina. El Reino de Dios no es para todos, sino para los escogidos que se lo ganan. Por eso, las partes oscuras del templo son decoradas con el pecado. Las iluminadas, con la salvación.

La escultura y la pintura están condicionadas a la superficie del edificio, donde se plasman imágenes que van desde la Creación hasta el Apocalipsis, con figuras de animales terriblemente fantásticos. Sea al fresco o sobre madera, la pintura cumple dos funciones: una decorativa para los entendidos y otra didáctica para los peregrinos analfabetos temerosos de Dios y el infierno. Desde las puertas del templo hasta postrarse frente al altar, los caminantes van con sus ofrendas, envueltos en una “enciclopedia bíblica artística” en paredes y columnas de la casa del ser supremo.

Los dibujos son con líneas gruesas y de colores planos, sin degradación. En las imágenes no hay profundidad. Sea el santo que sea, su cara es alargada con una expresión sobrehumana en manifiesta comunión con Dios. Total, el objetivo no es causar placer estético, sino la satisfacción de haber dado la ofrenda o haber hecho el sacrificio. La pasión de Jesús es tan aflojadora de bolsillos y conmovedora de corazones penitentes, como La Pasión, película de Mel Gibson, sobre las últimas doce horas del Colochón vivito y coleando.

El inmovilismo económico y social atado al “recogimiento espiritual” apendejan el pensamiento científico y aletargan las pesadas expresiones artísticas. La cultura, atenazada por la fe y las verdades eternas, sojuzgada por la autoridad de la Iglesia. La filosofía escolástica, en pleno apogeo con San Agustín y sus “Confesiones”, trabajo literario sobre la gracia de Dios. La poesía heroica con contenido eclesiástico hace superhéroes a los santos casi mil años antes de que aparezcan Superman y demás traiditos de historieta que dan el salto al cine y la televisión.

Los monasterios se convierten en lugares de paso en la peregrinación penitencial a las grandes catedrales como Canterbury, Reims y Santiago de Compostela. Sus máximos atractivos son las reliquias que oscilan entre la prenda de un santo poco conocido, a la calavera del universalizado Jesucristo, pese a que resucitó en carne y hueso. Los gobernantes y sus chafarotes van a dar las gracias por victorias de guerra, las mujeres por los niños y los partos, los agricultores por sus cultivos, los enfermos para no morirse, los pobres resignados a morir en pobreza, los monjes por sus tentaciones y, todos, buscando el perdón de sus pecados.

Por si fuera poco, la Iglesia inventa el Día de los Muertos para que los vivos ofrenden dinero por oraciones dedicadas a sus difuntos en las abadías. Las órdenes monacales se extienden y constituyen lo que en otro tiempo fue el poder de las municipalidades. Solo la orden benedictina de Cluny cuenta en Europa con más de dos mil monasterios. Antinaturalista y formal, el arte románico se decanta por lo general y homogéneo, reduciéndose a “tipos”. Su interés plástico es la expresión anímica. Las leyes de este estilo no se rigen por la experiencia sensible, sino por la visión interior.

El tema capital de su escultura y su pintura es el juicio final, que representa la máxima autoridad de la Iglesia, amenazadora con el fuego eterno. Más que la forma autoritaria de la política, los rasgos de este arte reflejan su subordinación a un principio de unidad en las estructuras colectivas de la Iglesia universal, el feudalismo y la economía doméstica cerrada. Para entonces, la Santísima Trinidad ya ha sido inventada por obra y gracia de la fe de los que empuñan el látigo divino.

Artículo anteriorDiario de una fuga: vulnerable
Artículo siguienteOxfam exige protección para los migrantes que integran nueva caravana