Umberto Eco
Filósofo y escritor

Querido Carlo María Martini:

Confío en que no me considere irrespetuoso si me dirijo a usted llamándole por su nombre y apellidos, y sin referencia a los hábitos que viste. Entiéndalo como un acto de homenaje y de prudencia. De homenaje, porque siempre me ha llamado la atención el modo en el que los franceses, cuando entrevistan a un escritor, a un artista o a una personalidad política, evitan usar apelativos reductivos, como profesor, eminencia o ministro, a diferencia de lo que hacemos en Italia. Hay personas cuyo capital intelectual les viene dado por el nombre con el que firman las propias ideas. De este modo, cuando los franceses se dirigen a alguien cuyo mayor título es el propio nombre, lo hacen así: “Dites-moi-, Jacques Maritain”, “dites-moi, Claude Lévi-Strauss”. Es el reconocimiento de una autoridad que seguiría siendo tal aunque el sujeto no hubiera llegado a embajador o a académico de Francia. Si yo tuviera que dirigirme a San Agustín (y confío en que tampoco esta vez me considere irreverente por exceso) no le llamaría Señor obispo de Hipona” (porque otros después de él han sido obispos de esa ciudad), sino “Agustín de Tagaste”.

Acto de prudencia, he dicho, además. Efectivamente, podría resultar embarazoso lo que esta revista ha requerido a ambos, es decir un intercambio de opiniones entre un laico y un cardenal. Podría parecer como si el laico quisiera conducir al cardenal a expresar sus opiniones en cuanto a príncipe de la Iglesia y pastor de almas, lo que supondría una cierta violencia, tanto para quien es interpelado como para quien escucha. Es mejor que el diálogo se presente como lo que es en la intención de la revista que nos ha convocado: un intercambio de reflexiones entre hombres libres. Por otra parte, al dirigirme a usted de esta forma, pretendo subrayar el hecho de su consideración como maestro de vida intelectual y moral incluso por parte de aquellos lectores que no se sienten vinculados a otro magisterio que no sea el de la recta razón.

Superados los problemas de etiqueta, nos quedan los de ética, porque considero que es principalmente de éstos de los que debería ocuparse cualquier clase de diálogo que pretenda hallar algunos puntos comunes entre el mundo católico y el laico (por eso no me parecería realista abrir en estas páginas un debate sobre el Filioque). Pero a este respecto, habiéndome tocado realizar el primer movimiento (que resulta siempre el más embarazoso), tampoco me parece que debamos adentrarnos en una cuestión de rabiosa actualidad, sobre la que quizá surgirían de inmediato posiciones excesivamente divergentes. Lo mejor, pues, es alzar la mirada y plantear un argumento de discusión que, aun siendo en efecto de actualidad, hunde sus raíces lo suficientemente lejos y ha sido causa de fascinación, temor y esperanza para todos los componentes de la familia humana en el curso de los dos últimos milenios.

Acabo de pronunciar la palabra clave. En efecto, nos estamos acercando al final del segundo milenio, y espero que sea todavía “políticamente correcto”, en Europa, contar los años que cuentan partiendo de un evento que tan profundamente –y estarán de acuerdo incluso los fieles de cualquier otra religión o de ninguna– ha influido en la historia de nuestro planeta. La cercanía de esta fecha no puede dejar de evocar una imagen que ha dominado el pensamiento durante veinte siglos: el Apocalipsis.

La vulgata histórica nos dice que en los años finales del primer milenio se vivió obsesionado por la idea del fin de los tiempos. Es verdad que hace mucho que los historiadores descartaron como legendarios los tan cacareados “terrores del Año Mil”, la visión de las masas dolientes aguardando un alba que no habría de llegar, pero al mismo tiempo establecieron que la idea del final había precedido en algunos siglos a aquel día fatal y, lo que es aún más curioso, que lo había sobrevivido. De ahí tomaron forma los varios milenarismos del segundo milenio, que no fueron únicamente movimientos religiosos, por ortodoxos o heréticos que fueran, porque hoy en día se tiende a clasificar también como formas de milenarismo a muchos movimientos políticos y sociales, y de matriz laica e incluso atea, que pretendían acelerar violentamente el fin de los tiempos, no para construir la Ciudad de Dios, sino una nueva Ciudad Terrena.

Libro bífido y terrible, el Apocalipsis de San Juan, junto con la secuela de Apocalipsis apócrifos a los que se asocia–apócrifos para el Canon, pero auténticos para los efectos, las pasiones, los terrores y los movimientos que han suscitado–, puede ser leído como una promesa, aunque también como el anuncio de un final, y así ha sido reescrito a cada paso, es esta espera del 2000, incluso por parte de quienes no lo han leído. No ya, pues, las siete trompetas, y el pedrisco y el mar que se convierte en sangre, y la caída de las estrellas, y las langostas que surgen con el humo del pozo del abismo y los ejércitos de Gog y Magog, y la Bestia que surge del mar; sino el multiplicarse de los depósitos nucleares incontrolados e incontrolables, y las lluvias ácidas, y los bosques del Amazonas que desaparecen, y el agujero de ozono, y las migraciones de hordas de desheredados que acuden a llamar, a veces con violencia, a las puertas del bienestar, y el hambre de continentes enteros, y nuevas e incurables pestilencias, y la destrucción interesada del suelo, y los climas que se modifican, y los glaciares que se deshielan, y la ingeniería genética que construirá nuestros replicantes, y, según el ecologismo místico, el necesario suicidio de la humanidad entera, que tendrá que perecer para salvar a la especie que casi ha destruido, la madre Gea a la que ha desnaturalizado y sofocado.

Estamos viviendo (aunque no sea más que en la medida desatenta a la que nos han acostumbrado los medios de comunicación de masas) nuestros propios terrores del final de los tiempos, y podríamos decir que los vivimos con el espíritu del bibamus, edarnus, cras moriemur1, al celebrar el crepúsculo de las ideologías y de la solidaridad en el torbellino de un consumismo irresponsable. De este modo, cada uno juega con el fantasma del Apocalipsis, al tiempo que lo exorciza, y cuanto más lo exorciza más inconscientemente lo teme, y lo proyecta en las pantallas en forma de espectáculo cruento, con la esperanza de así haberlo convertido en irreal. La fuerza de los fantasmas, sin embargo, reside precisamente en su irrealidad.

Ahora quisiera proponer la idea, algo osada, de que el concepto del fin de los tiempos es hoy más propio del mundo laico que del cristiano. O dicho de otro modo, el mundo cristiano hace de ello objeto de meditación, pero se comporta como si lo adecuado fuera proyectarlo en una dimensión que no se mide por el calendario; el mundo laico finge ignorarlo, pero sustancialmente está obsesionado por ello. Y no se trata de una paradoja, porque no se hace más que repetir lo que ya sucedió en los primeros mil años.

No me detendré en cuestiones exegéticas que usted conoce mejor que yo, pero quisiera recordar a los lectores que la idea del fin de los tiempos surgía de uno de los pasajes más ambiguos del texto de San Juan, el capítulo 20. Éste dejaba entender el siguiente “escenario”: con la Encarnación y la Redención, Satanás fue apresado, pero después de mil años regresará, y entonces será inevitable el choque final entre las fuerzas del bien y las del mal, coronado por el regreso de Cristo y el Juicio Universal. Es innegable que San Juan habla de mil años, pero ya algunos Padres de la Iglesia habían escrito que mil años son para el Señor un día, o un día, mil años, y que por lo tanto no había que tomar las cuentas al pie de la letra; en San Agustín la lectura del fragmento adquiere un significado “espiritual”. Tanto el milenio como la Ciudad de Dios no son acontecimientos históricos, sino más bien místicos, y el Armagedón no es de esta tierra; evidentemente, no se niega que la historia pueda finalizar algún día, cuando Cristo descienda para juzgar a los vivos y a los muertos, pero lo que se pone en evidencia no es el fin de los siglos, sino su proceder, dominado por la idea reguladora (no por el plazo histórico) de la parusía.
Con ello, no sólo San Agustín, sino la patrística en su conjunto dona al mundo la idea de la Historia como trayectoria hacia delante, idea extraña para el mundo pagano. Hasta Hegel y Marx son deudores de esta idea fundamental, como lo será Teilhard de Chardin. Fue el cristianismo el que inventó la historia, y es en efecto el moderno Anticristo quien la denuncia como enfermedad. El historicismo laico, si acaso, ha entendido esta historia como

1 Bebamos, comamos, mañana moriremos. (N. del T.)

infinitamente perfectible, de modo que el mañana perfeccione el hoy, siempre y sin reservas, y en el curso de la historia misma Dios se vaya haciendo a sí mismo, por así decirlo, educándose y enriqueciéndose. Pero no es ésta la forma de pensar de todo el mundo laico, que de la historia ha sabido ver las regresiones y las locuras; en cualquier caso, se da una visión de la historia originalmente cristiana cada vez que este camino se recorre bajo el signo de la Esperanza. De modo que, aun siendo capaz de juzgar la historia y sus horrores, se es fundamentalmente cristiano tanto si se comparte el optimismo trágico de Mounier, como si, siguiendo a Gramsci, se habla del pesimismo de la razón y del optimismo de la voluntad.

Considero, pues, que hay un milenarismo desesperado cada vez que el fin de los tiempos se contempla como inevitable, y cualquier esperanza cede el sitio a una celebración del fin de la historia, o a la convocatoria del retorno a una tradición intemporal o arcaica, que ningún acto de voluntad y ninguna reflexión, no digo ya racional, sino razonable, podrá jamás enriquecer. De esto surge la herejía gnóstica (también en sus formas laicas), según la cual el mundo y la historia son el fruto de un error, y sólo algunos elegidos, destruyendo ambos, podrán redimir al propio Dios; de ahí nacen las distintas formas de superhumanismo, para las que, en el miserable escenario del mundo y de la historia, sólo los adeptos a una raza o a una secta privilegiada podrán celebrar sus llameantes holocaustos.

Sólo si se cuenta con un sentido de la dirección de la historia (incluso para quien no cree en la parusía) se pueden amar las realidades terrenas y creer –con caridad– que exista todavía lugar para la Esperanza.

¿Existe una noción de esperanza (y de propia responsabilidad en relación con el mañana) que pueda ser común a creyentes y a no creyentes? ¿En qué puede basarse todavía? ¿Qué función crítica puede adoptar una reflexión sobre el fin que no implique desinterés por el futuro, sino juicio constante a los errores del pasado? Pues de otra manera sería perfectamente admisible, incluso sin pensar en el fin, aceptar que éste se aproxima, colocarse ante el televisor (resguardados por nuestras fortificaciones electrónicas) y esperar que alguien nos divierta, mientras las cosas, entre tanto, van como van. Y al diablo los que vengan detrás.

Umberto Eco, marzo de 1995

PRESENTACIÓN

Iniciamos el año, lo estrenamos, con un texto tomado del libro titulado “In cosa crede chi non crede?”, escrito por Umberto Eco y el Cardenal Carlo Maria Martini con el propósito de dialogar sobre diversos tópicos de actualidad generado por el intercambio epistolar en el año 1995.  El libro es una joya, no solo por la calidad intelectual de sus autores, sino por la reflexión filosófica en temas tales como el aborto, el sacerdocio de las mujeres y la posibilidad de una ética común sea para quien cree como para quien no crea.

El texto que presentamos en nuestra edición corresponde a la primera carta enviada por Eco a Martini donde se aborda el tema de “la obsesión laica por un nuevo Apocalipsis”.  Eco se remonta hasta los orígenes del cristianismo para establecer la comprensión del significado del fin de los tiempos y la manera cómo se ha laicizado ese término en la vida de la sociedad contemporánea.

Sugiere que el milenarismo instaurado a partir del Apocalipsis no solo comporta una visión que, asumida puede ser triste -muy al estilo del gnosticismo-, sino que genera una idea dehistoria donde al ser Cristo, “Alfa y Omega”, se gesta un optimismo original cristiano.  Además, como si fuera poco, reconoce que solo desde esa perspectiva histórica puede ser posible la esperanza, tan necesaria en nuestros tiempos.

Según Eco, el germen apocalíptico se ha secularizado pero desde la modalidad de un estilo de vida cortoplacista donde lo que importa es el “bibamus, edarnus, cras moriemur” (comamos y bebamos porque mañana moriremos).  Así, por muy increyentes y posmodernos que seamos, dice el semiólogo italiano, “cada uno juega con el fantasma del Apocalipsis, al tiempo que lo exorciza, y cuanto más lo exorciza más inconscientemente lo teme, y lo proyecta en las pantallas en forma de espectáculo cruento, con la esperanza de así haberlo convertido en irreal. La fuerza de los fantasmas, sin embargo, reside precisamente en su irrealidad”.

El Suplemento invita a la lectura.  Le invitamos a considerar las propuestas de Mario Roberto Morales, Víctor Muñoz, Catalina Barrios y Barrios, Max Araujo y Carlos Interiano, estamos seguros de que los contenidos serán de su agrado.  Mientras nos concentramos en la próxima edición, le enviamos nuestros saludos y mejores deseos para un bendecido 2020.

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