Karla Olascoaga
Escritora

Va en el avión confundida, triste, intentando dejar atrás el pasado. La rutina, esa incomprensible situación que siempre detestó va quedando atrás, como quedará atrás tanta mierda, tanto control, tanta indiferencia, tantos afectos asfixiantes.

Cierra la ventanilla e intenta dormir. Imposible. ¿Cómo será Cuba?, se pregunta mientras transcurren los minutos y está en el aire. Está lejos, lejos, lejos de todo y de todos, lejos de todo amor y todo odio. Sola, como siempre quiso estar, cuando vivía en una casa con dos primos, una tía, un hermano y su madre. Siempre suficiente gente a su alrededor como para alegrarla o colmarla. Desde lo alto recuerda a su primer amor: Pancho. ¿Cómo pude dejarlo?, se vuelve a preguntar y se sorprende de su propia fuerza. Es rara, siempre lo ha sido y eso poco le importa. Está llena de ideas encontradas y de alivio. Le ofrecen un trago y lo acepta, libre, sin miedos ni prejuicios. Entonces, es momentáneamente feliz. A su lado va sentado una especie de nerd trompudito que habla con todo el mundo. Feo el tipo, pero parece caerle bien a todo el resto de pasajeros. Ese vuelo parece familiar. Todos de pronto se conocen. Se ríen, fuman, beben y ella de una manera entretenida ha empezado a ser parte del jolgorio. Se siente en casa, con los de su especie. Sabe disfrutar la vida y creer en los demás. Es ingenua y feliz durante otro largo instante con sabor a ron.

De pronto se da cuenta que va en un avión y se quiere bajar, borrar ese presente y volver a ser el centro, la consentida, la perfecta, la niña en una familia llena de hombres de su generación. Quiere que desaparezca su hermano. Que su mamá la vuelva a querer solo a ella. Que ya nadie discuta en la casa, que nadie pretenda escogerle un futuro, que nadie le diga nunca más si está gorda o flaca. Hay muchas mujeres mayores en la casa y a veces no las soporta a todas juntas. Quiere dejar de vivir en el apartamentito incómodo de La Paz en Miraflores, quiere seguir siendo la enamorada de Pancho y decirle que si, que tiene razón, que lo mejor que puede hacer es casarse con él en cosa de un año y dejar de tener esas ideas raras e izquierdosas como la de ir a un país como Cuba. ¿Cuba? Piensa de nuevo y se le olvida que tiene tanto miedo que quiere tirarse del avión. Entonces vuelve a pensar que quiere ser simple y medio brutita, con aspiraciones enanas que no la compliquen. Quiere ser normal. Quiere regresar. Pero ya es tarde porque va en camino, en medio del aire y a varios miles de pies sobre la tierra. El nerd trompudito de pronto la mira con una sonrisa estúpida que nada tiene que ver con lo que ella piensa y siente en ese instante. Le lanza alguna pregunta que por estúpida rompe las barreras y la saca bruscamente del suplicio de su mente de caballo desbocado. Ella le contesta breve, pero aprovecha la oportunidad y escapa al dolor, entrando por la puerta grande al área de juegos del nerdito. Empieza en ese momento a aprender que puede escapar del dolor. Es inteligente, sensible, sagaz y quiere ser libre y feliz. Ella también puede sobrevivir sin afectos, puede extraviarse en cualquier ruta, como todos, como nadie. Ella también puede ser lo que tanto desea: libre y feliz. Bebe más ron. Nivela su resaca. Tiene 17 y aún no entiende mucho de las crudas. En unos minutos ya es amiga de Helder, perfecto nombre para el trompudito impertinente. Él le cuenta que es panameño y que estudia alguna carrera que ella olvida a los tres segundos. Le dice que ya está “aplatanado” porque tiene 4 años de vivir en Cuba y que ella seguro que pronto se “aplatanará”. Ella no entiende el término ridículo, pero procura memorizarlo para preguntar después. Él se hace el interesante y hasta posa. Ella cree sinceramente que Helder es estúpido, pero tiene mucha curiosidad técnica o antropológica y le habla. Le habla porque el nerd es inteligente y simpático, pero realmente lo hace porque su drama interno ha empezado nuevamente a torturarla y ya se quiere bajar del avión otra vez.

Cuatro años, piensa… ¿aguantará siquiera uno? El habladito de las aeromozas la vuelve a distraer. El piloto anuncia el estado del tiempo que los espera en el aeropuerto José Martí, de la ciudad de La Habana, Cuba… “primer territorio libre en América”… y ella se emociona con la frase y se ríe a carcajadas cuando ve y oye a casi todos los cubanos del avión aplaudir emocionados porque han llegado a casa. Martina siente que el trajecito sastre rosa pálido le aprieta. El nerd la mira como sintiéndose orgulloso de su labor diplomática para con ella. Y ella no entiende o no quiere entender nada. Helder le apunta su dirección en un papelito. Ella lo recibe y lo pone en algún lugar que olvida luego. Olvida luego, como todo lo que olvidará luego. 17 años es poco. Y es normal y saludable olvidar pronto.

Cuando baja del avión siente que un golpe de aire cálido se le cuela entre las pantimedias y va subiendo hasta inundarla. Su cuerpo reacciona diferente. Es el calor. Primera impresión, piensa y se siente en medio del vaho cuando se percata que ya va bajando las escaleras del avión. Asocia el aeropuerto con un campamento militar pero lleno de civiles. Hay mucha gente y todos vestidos de playa y muchos uniformados. Sigue a la multitud que corre para salir pronto de ese infierno. Ve mil caras, distintas fisonomías y mezclas perfectas. Ve más caras y ninguna familiar. Luego se da cuenta que es imposible encontrar una cara familiar en un lugar en el que nadie la conoce.

Pero si encuentra una cara familiar. Un funcionario de la embajada de Cuba en Lima está a unos metros de ella, pero él parece no reconocerla. Martina se le acerca y le balbucea alguna frase tonta. El tipo, que parece haber incrementado instantáneamente su prisa, apenas le contesta o la deja hablando sola pues corre a saludar a una rubia ansiosa, no sin antes indicarle con el índice hacia el otro extremo de la sala. Allí le piden sus datos, no le revisan nada y le preguntan la dirección del lugar en donde estará a partir de esa noche. Ella contesta a todo y sale lejos del aire acondicionado de los salones del aeropuerto.

Entre la multitud aparece Jean Paul, su primo. Intercambian saludos y noticias familiares. Se suben al viejo auto Volga, espécimen rarísimo de cuatro ruedas para Martina y de inmediato se adentran en La Habana nocturna, sensual, cálida, olorosa y atractiva que ella siempre recordará a partir de aquella noche. Una Habana llena de edificios con las puertas abiertas, adornada con innumerables palmeras, rodeada de un mar inmenso, de mujeres voluptuosas y extrovertidas, con un olor mixtura perfecta de hule, brea y salitre. Y, aunque le cuesta respirar por el calor y el vaho, se siente a gusto. Ya está lejos, piensa Martina, muy lejos de todos y de todo. Y de aquí ya no puede tirarse.

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