Hugo Gordillo
Escritor

Los dioses que todo lo ven, inmutables, miran estupefactos, cómo los guerreros, conquistadores, ladrones y represores se hacen de tierras en grandes extensiones, de fortunas y esclavos con malas intenciones. La vida deja de ser estacionaria con la creación de ciudades-mercado. La moneda rudimentaria está presente en la compra, la venta y el crédito diario.

El dinero empieza a mover al mundo con la oferta, la demanda y el interés de la deuda. Los caudillos delegan en los arquitectos la construcción de templos para los dioses y, en las manos de los sacerdotes, el cuidado del recinto, los bienes sagrados. En reciprocidad a la buena vida que llevan, los sacerdotes hacen ver a los gobernantes predinásticos y dinásticos, como dioses o semidioses terrenales frente al pueblo creyente y oprimido.

Tras una larga experiencia como hechicero, el sacerdote aprendió a dominar pendejos ambiciosos con poder. Ricos con bienes mal habidos y religiosos mantenidos por botín de guerra o invasión, no solo gobiernan férreamente. También definen los caminos del arte: uno, para la salvación eterna y, otro, para la fama inmortal. El primer grito de la moda de las creencias teocráticas primitivas es el culto a los muertos.

Para los rectores del arte, el arquitecto es un artista de espíritu elevado, nada más y nada menos que el constructor de las casas de las deidades. Por el contrario, el escultor y el pintor no son ni la sombra del “arqui”. Simples trabajadores manuales, independientemente de que sean esclavos o trabajadores libres. Jornaleros de pincel, martillo y cincel.

Socialmente están a ras del suelo, como el fabricante de zapatos de hierro para los caballos o de cuero para los soldados relinchones y para quienes puedan comprarlos. Hasta el escriba, que escribía con la mano, no era un trabajador manual, y estaba muy por encima de ellos. Tan invisibilizado el artista como su trabajo, igual que los lugares oscuros del templo o de la pirámide frente a la tumba del tirano esclavista. Muerto de hambre, fabricante de ofrendas, accesorios y propaganda para muertos.

Repite su monótono trabajo acorde con la unidad conceptual y estilística para la eternidad de los momificados. La pirámide más grande, para la gloria y eternidad del gran faraón; la mediana para su media naranja y, las pequeñas, para los pequeños hijos. La escritura cuenta como cuento de la vida del soberano, pero también como relleno de espacios vacíos: aquí yace tieso, quien en vida nunca fue aguado.

La más visible imponencia en el arte de corte y religión es la prohibición de la sombra. Le sigue, obligadamente, el principio de frontalidad. Las figuras humanas esculpidas o pintadas siempre están inclinadas hacia el observador, en un acto de respeto y cortesía. La reverencia es una norma de etiqueta socio plástica. El observador de la obra es el que la encarga. El que paga manda y no suplica. Tiene que darse por servido de frente.

Mientras la clase alta goza de monumentos funerarios, el pobrerío vela a sus muertos a flor de luna y los entierra en la arena, adornada con la corona de luz solar natural. Si alguien puede comprar algún ornamento para sus muertos es porque ha ascendido socialmente como burócrata cortesano o chafarote en el Ejército invasor y opresor. De aquel trabajo arcaico industrializado en que muchos artistas hacen las labores más rústicas, solo la élite especializada se dedica al trabajo fino.

Quién fuera de Creta, dicen los artistas egipcios y babilonios, donde, a pesar de ser esclavos, tienen la libertad de tallar y pincelar lo que se les da la gana. Por lo menos se colorean y se alegran la vida bajo el yugo. No tendrán el azul del silicato de calcio y cobre egipcio, pero tienen su unicornio azul de libertad artística. No tendrán el color del Nilo, ni la vida, ni la fertilidad, ni el renacimiento que representa ese azul, pero le hacen el amor al público hasta en el más común jarro para bebidas espirituosas, ya no digamos en los grandes monumentos que extasían.

Pero el mundo es una tómbola no descubierta y, en las revueltas político-religiosas, las invasiones y la purga de dioses por Amenofis IV, cambian el concepto artístico y la vida misma del “trabajador manual”. Para entonces ya existe la tradición generacional de artistas: padres y abuelos enseñan, orientan y corrigen; hijos y nietos estudian, yerran y aprenden a coscorrones en los talleres adscritos al santuario o al palacio.

Aunque el principio de frontalidad persista y ya no se puede divinizar al soberano como dios terrenal, se le esculpe o se le pinta más alto que cualquiera de quienes lo acompañan en la obra artística. No se nos olvide que es el más grande de los mortales. Aun así, se abre la puerta a las escenas de la vida diaria y el paisaje arenoso bañado por el Nilo, el Tigris y el Éufrates, donde se sigue usando la escritura como relleno del arte citadino.

En las canteras comulgan el aprendiz y el maestro. El maestro se convierte en arquitecto y, con talento, los aprendices ascienden como escultores jefes, que se presentan como “discípulos de su majestad”. Uno de ellos, Tutmosis, primer artista con nombre, santo y seña que registra la recién estrenada historia.

Artículo anteriorCuestión de tiempo, de Adolfo Mazariegos
Artículo siguienteLas flores del reclamo