Leonidas Letona Estrada
Escritor

Mi señor padre Antonio Letona Magariño, que en el cielo esté, mantenía siempre en la caballeriza de nuestra casa uno o dos caballos que servían para el transporte de la familia a los lugares lejanos del pueblo.

En ese tiempo San José Chacayá, occidente del departamento de Sololá, era un pueblecito pequeño, desolado, con calles empedradas, sin luz eléctrica, mucho menos contar con transporte de ninguna clase de vehículos, los caminos que lo unían con la cabecera y pueblos vecinos eran solamente “caminos de herradura”. Por ello los caballos eran piezas fundamentales para la sobrevivencia.

En un ranchito ubicado donde ahora está construido el bello Salón de actos municipales, hace muchos, pero muchos años vivía un señor amigo de mi papá que se llamaba don Jacobo Solingen, descendiente de alemanes que a saber cómo y quiénes lo llevaron a vivir a ese solariego pero querido pueblo mencionado.

Un día llegó a la casa y le dijo a mi papá “Tono hacedme el favor de alquilarme tu caballo, quiero hacer una visita a mis terrenos que están ubicados al pie del cerro Chui-juyú para observar si ya sembraron la milpa los mozos, pues si uno no está al tanto, ellos no trabajan, se desaprovecha la lluvia y el tiempo se atrasa, también las cosechas”. Mi papá le respondió que con mucho gusto, solo le advirtió que se fuera despacio porque al caballito “Retinto” lo acababan de herrar y aún no estaba dispuesto para estrenar sus nuevos “herrajes”. “A ellos hay que enseñarles a caminar, así como a nosotros cuando estrenamos zapatos nuevos”, le dijo mi padre y cerraron el trato y don Jacobo se fue feliz con el caballo prestado.

Por la tarde regresó el mencionado vecino y en la puerta de la casa se bajó del caballo y agradeciendo a mi padre el favor, se sentaron en una banca de tablas que siempre había en el lado lateral de la puerta de la casa. Cabe decir que en esa banca descansaban los viajeros que iban a Sololá los días viernes a “hacer plaza” y regresaban cansados a beber el rico freso de “súchiles” que mi madre vendía (esa bebida era una delicia, se preparaba de maíz, arroz, piña, canela y panela, se fermentaba y era un delicioso líquido que le quitaba la sed al instante al sudoroso viajero, ya sentado y descansado en la banca que les describo). Pues bien, mi padre y don Jacobo siguieron la plática y el agradecido vecino le dio $400 pesos a mi papá por el alquiler del caballito pero mi papá le respondió que no recibía el dinero porque era un favor que le había hecho y no era por dinero sino por amistad. Siguió el sí pero no y no entraban en ninguna conclusión y entre ese sí y ese no, don Jacobo se agachó para quitarse sus espuelas y mi padre también para revisar los herrajes de su caballito, en ese lapso los seis billetes se quedaron en la banca y el caballo nada tonto se los devoró como si fueran hojas frescas de hierba verde y sabrosa para su hambre. Los dos caballeros se quedaron mirándose uno al otro, asombrados, y en un instante soltaron tremenda carcajada que resonó en todo el entorno del pueblo.

MORALEJA: EL CABALLITO RETINTO SE COBRÓ, A SU MANERA, EL VIAJE AL CERRO CHICHIMUCH. He dicho.

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