Hugo Gordillo
Escritor
En el principio todo es naturaleza. El hombre se yergue por propio esfuerzo. Transita a la par del tiempo ahistórico hacia su especialización parasitaria: la cacería de sobrevivencia. Se rasca la nariz, estornuda; y el olfato está al servicio de su hambre para oler la secreción animal. Duerme con un ojo abierto frente al peligro, pero su larga vista atiende el movimiento de la rama, la hojarasca o el bulto. Se calienta las manos rozando el fuego, pero su tacto está para calibrar la frescura del paso de la bestia o su roce en la corteza del árbol.
Para la oreja, y sus oídos escuchan las voces del indomable reino salvaje, su despensa cárnica, de grasas y abrigos. Solo el gusto espera pacientemente. Se solaza con el olor de la carne chojineada. Se regocija cuando muerde y traga a la par de la hoguera cavernaria. Improductivo, así es el hombre prehistórico que de simple vegetariano recogedor de frutos pasa a carnívoro después de golpear, herir y matar al pacífico ciervo o a la bestia ofensiva. Nómada, paleolítico ser errante a pesar de la caverna que lo protege de la lluvia, la nieve y el rayo. Lo expulsan a otra cueva, la erupción volcánica o la migración animal, la sequía o la inundación a secas.
El hombre en su estado más natural no ha creado a Dios, a pesar de sus miedos al hambre pasajera y a la muerte abismal. Después de esta no hay otra. Por eso se regocija con la vida, la ensalza y la glorifica. Se enfrenta al mundo y lo domina en la cacería. Ya no se asombra del mamut gigante, a cuya figura está acostumbrado; ni de la ligereza del venado, próximo a caer en su trampa. El hombre mata antes de comer y antes de morir. Observador, se detiene en el detalle, más que en la totalidad animal.
En las huellas de los cuadrúpedos, y las compara con sus extremidades. Sus pies, que solo saben caminar y correr, tan diminutos frente a las pisadas ancho-profundas de los animales pesados y peligrosos. Sus manos, sabedoras de soltar la flecha, más grandes frente a las huellas superficiales y angostas de los animales livianos, accesibles. Imitador, el hombre se adentra en sus propios detalles. Estira y encoge su mano como la garra del ave de rapiña. La empuña y la bordea con su otra extremidad. Revuelve ambas entre el barro. La estampa sobre piedra seca y firme. Reproductor monocromático de sus huellas en el lapso que jamás será contado oficialmente.
En su tiempo de ocio encuevado, toma un carbón con la diestra, sostiene su siniestra extendida sobre la roca. Aniñado, va marcando entre los dedos con un resabio de carbón del fuego de la última noche gélida y lluviosa. Paralelamente, ese hombre imitador empieza a trabajar con el boceto y su reducida paleta cromática, de donde resalta el alegre color rojo y sus variedades. Después de sufrir todo el proceso de imitación e información, se degusta con su primera obra final: una fotografía del animal cazado.
La obra existe y todavía no ha sido vista en la obscuridad cavernaria, hasta que alguien de la cueva se da cuenta. El espectador se encanta y llama a los demás al encantamiento de ver cómo el artista logra cazar al animal en la gran piedra. El artista se ha convertido en mago. Al igual que el cazador suelta la flecha, impulsa la lanza o golpea con el mazo, el artista hace lo mismo con su creación en la vida diaria. Caza en casa. El mago de la cueva no lo sabe, pero es un hecho: logra la primera división social del trabajo cuando los encantados le dicen: “tú no sales más a cazar, tú te quedas atrapando animales en la piedra”.
El artista se sigue regocijando en la pintura, sabiendo que su arte le dará de comer. Con él quiere competir el hechicero, pero sus emplastos y brebajes contra el dolor y la herida no calman, ni curan y, mucho menos, salvan vidas. Al brujo también le hubiera gustado ser mago, pero deberá recorrer mucho camino para ganarse el respeto como médico de cabecera o como sacerdote. El mago se burla desde su ficción pictórica enrocada y la realidad, haciendo de ambas la misma cosa. Fascina y se extasía. De la dura y colorida caverna sale la flexible danza. El hombre encantado se pinta tras la molienda del ocre rojo, se viste como animal y se mimetiza.
Sus movimientos, sus gestos, sus voces guturales lo convierten, naturalmente, en animal. La magia es protectora del cazador contra el enemigo y el hambre, contra el dolor, y lo intenta contra la muerte. La idea del Estado mágico perdurará hasta el último día de la existencia del hombre, que ansía volver a esa edad de oro. Una edad con la que le cuesta acertar mágicamente porque, en lugar de imitar a la naturaleza, la limita. En vez de hacerla suya, la acaba. El hombre sigue matando en serie, antes de comer y antes de morir. La naturaleza clama por una nueva división del trabajo, la globalización de los magos.