Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura

Tío Moisés vivía en Quezaltenango. Se ganaba la vida poniendo inyecciones. Algunas personas acudían a su casa y otras, las que estaban muy enfermas, eran visitadas por él. También ponía sueros.

Era familiar su figura. Claro, en esos tiempos no había la asombrosa cantidad de gente que hay ahora, por lo que todo el mundo lo conocía. Era muy raro que yendo por la calle no lo detuviera alguien para saludarlo y para enviarle recuerdos a su esposa.

La gente afirmaba que tenía muy buena mano para eso de poner inyecciones. Que ni siquiera sentían a qué hora se las ponía, decían. Y todos le guardaban cariño. Con mucha frecuencia, luego de recibir el pago por su trabajo le regalaban naranjas, jocotes, manzanas duraznos o cualquier otra fruta. Ahora que lo recuerdo, no sé por qué la gente le daba frutas. A lo mejor suponían que tenía en su casa un mico o cualquier otro animal. Y era tanta la fruta que le regalaban, que él nos la regalaba a nosotros. Cuando ya no nos era posible comer tanta fruta se echaba a perder y había que botarla a la basura. Un día le pregunté que por qué no se la regalaba a alguno de los vecinos. Me explicó que no porque después la gente iba a andar diciendo que era un ingrato al no comerse lo que le daban y luego ya no le darían nada. Claro, semejante razonamiento lo hallé muy lógico, pero para nada razonable.

Por ese su trabajo se aparecían por la casa personas aquejadas de todos los males imaginables. Cierto día llegó un niño con tos ferina. Mi tío preparó el medicamento y la jeringa y se dispuso a inyectarlo; pero justo antes de hacerlo, al niño le vino un acceso de tos y expulsó las flemas, que escupió en el piso. Mi tío me ordenó salir inmediatamente de la habitación; luego procedió a inyectar al niño, lo consoló diciéndole que se sentiría mejor y lo despidió muy amorosamente; acto seguido me ordenó que le llevara un poco de kerosina, con la que pensaba remojar un trapo para colocarlo sobre las flemas. Y en esas estábamos cuando se apareció su esposa, quien al enterarse del asunto se puso a dar de gritos. Me ordenó que fuera a traer un montón de limpiadores viejos que estaban sobre la repisa de la alacena, los roció con la kerosina y les dio fuego. Mi tío le dijo que la estopa era demasiado grande y que no era para tanto, pero ella no estaba para escuchar razones, ya que su madre había muerto precisamente a causa de tos ferina.

Muy lentamente al principio, el fuego comenzó a crecer. La casa de mi tío era de las de antes, con paredes altas y cielo falso de machihembre. Las llamas alcanzaron tales proporciones que comenzaron a llegar hasta el machihembre. Como la mesa donde mi tío colocaba sus jeringas, algodones, alcohol, hornilla y todas las cosas que utilizaba para su trabajo estaban ahí nada más, agarraron fuego. Al ver lo que ocurría, la señora se desmayó y él se puso a atenderla y a gritos me ordenó que llevara agua lo antes posible. El problema era que la pila quedaba lejos. Fui y traje una palanganita, pero por las carreras dejé tirada la mitad del agua en el camino. El poquito que logré llevar lo eché sobre las llamas, pero ya éstas habían alcanzado el ropero, el biombo y un sofá. Una vez repuesta del desmayo, la señora se salió a la calle gritando que por favor llamaran a los bomberos porque se estaba quemando la casa, pero en ese tiempo nadie tenía teléfono, por lo que el Neco se fue a hacer el mandado en bicicleta. Mi tío se puso a llenar de agua una lata de esas en las que venía antes la manteca, y que él usaba para asolear el agua del baño dominical. El chorro era muy pequeño, por lo que cuando se terminó de llenar la lata ya todo había agarrado fuego. Entre los dos llevamos el recipiente, pero no ayudó en nada. Las llamas pronto se propagaron por toda la casa.

Cuando por fin llegaron los bomberos, ya el fuego amenazaba con pasarse a las vecindades. Y la gente gritaba y todos corrían para todos lados y los mirones no se hacían a un lado y los bomberos no se apuraban porque se estaban poniendo sus trajes y sus botas y sus cascos y apagando y encendiendo sus sirenas y haciendo a un lado a la gente y conectando sus mangueras y dándose órdenes los unos a los otros y comunicándose por señas, y cuando por fin comenzaron a echar agua ya bien poco era lo que quedaba de la casa. Lo que no se dañó por el incendio se arruinó a causa de la mucha agua que estos abnegados hombres echaron.

Mi tío se quedó sin casa, pero la causa verdadera por la que le vino el derrame y la muerte fue el enojo que le causó leer en el periódico la noticia donde se decía que el incendio se había debido a una veladora. Es que él era protestante.

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