René Arturo Villegas Lara
Abogado y Maestro

Regularmente, el piloto de la camioneta que partía a las tres de la mañana, empezaba a sonar la bocina desde el oratorio del barrio de arriba, para que la gente que iba a viajar a la capital arreglara su morral, su petaquilla, su valija, su tanate y se fuera a parar a una de las esquinas de la calle real, para abordarla. Esa calle era la única que había en el pueblo, pues las que iban de oriente a poniente o de poniente a oriente, eran callejones estrechos y sólo se podía transitarlos a pie o en bestia, al extremo que los balcones de las casas se veían como trenzados. Por eso los bolos se podían quedar tirados en las banquetas, con las piernas extendidas hasta la costura del empedrado, pues no corrían peligro de que la camioneta pasara machucándoles los pies.

Alfredo y Concepción habían quedado de fugarse esa mañana, porque los padres se oponían a su noviazgo, ya que eran menores de edad. El dormitorio de ella daba a la calle y por una amplia ventana, era fácil tirar la maleta de ropa y deslizar su robusto cuerpo con facilidad, sin que nadie se diera cuenta que se largaban del pueblo para vivir como marido y mujer y sin saber para dónde. Alfredo le previno estar lista a la hora convenida, porque después de la madrugada, ya no salía otra camioneta para la capital.

Concepción era de sueño pesado, y aunque sus ansias de consagrarse como mujer eran incontenibles, no despertó cuando el piloto sonó la bocina por última vez y empezó a dirigirse calle abajo. Alfredo estaba nervioso porque el tiempo que les quedaba era escaso. Cuando por fin llegaron corriendo a la esquina convenida, la camioneta ya iba muchas cuadras adelante, y a pesar de que apuraron el paso y le gritaron al piloto para que se detuviera, siguió su marcha.

El problema ahora era que no podían hacerse atrás y regresar a sus casas, porque ya empezaba a amanecer y mucha gente que se levantaba temprano para ir al molino a moler la masa o a comprar el pan del desayuno, y se darían cuenta del robo, aunque fuera la costumbre de los últimos tiempos, pues las parejas ya no querían casarse. “–Y ahora, ¿Para dónde agarramos? El único lugar a donde no llegaba nadie era el cementerio”, pensó Alfredo. La propuesta era fantasmal; pero, no les quedaba de otra. Él sabía que en el panteón español, que había heredado una su tía, había una capilla del tamaño de un dormitorio y que los muertos descansaban en los nichos de afuera; y como las rejas siempre estaban sin candado, era fácil refugiarse allí y pasar el día y la noche siguiente, seguros que a la mañana siguiente si abordarían la camioneta. Y así lo hicieron, disfrutar la luna de miel entre cantos de grillos y el silencio de los muertos que ni siquiera se dieron cuenta de lo que estaba pasando.

Cuando los padres de la menor constataron el robo, se fueron corriendo ante el juez de paz a poner la denuncia y de inmediato la policía, que no eran más que tres, hizo sus averiguaciones. El único que sabía del robo, era Marco, hermano de Héctor; y no se sabe por qué premonición, Marco supuso que no habían abordado la camioneta y que lo más seguro era que estaban en la capilla española del cementerio. Entonces se fue al mercado a comprar unos tamales, sin darse cuenta que los policías lo seguían a prudente distancia. Cuando llegó al Panteón, Héctor bajó las gradas para recibir los tamales, y en ese preciso instante lo capturaron juntamente con Concepción, que aun vestía paños menores, suplicándoles que por lo menos le permitieran ponerse el vestido. Los policías dejaron ir a Marco, porque tenía nueve años de edad.

El lío se resolvió ante el juez, pues con el consentimiento de los padres de Concepción y de la abuela de Héctor, que era su tutora, en el mismo momento autorizó el matrimonio civil. Los dos muchachos vivieron juntos unos pocos meses, pues no era lo mismo ser novios que hacerla de marido y mujer; así que, de aquella aventura, sólo les quedó el recuerdo de haber perdido la inocencia dentro de un panteón, rodeados de esqueletos inmóviles y las miles de luces intermitentes de incontables luciérnagas que volaban en los alrededores, como quizá nunca ha sucedido en ninguna parte del mundo.

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